Friday, May 19, 2006

Incluso antes de iniciar nuestra investigación, nosotros mismos éramos agnósticos, ni procristianos ni anticristia­nos. Debido a nuestra formación y al estudio comparado de las religiones, simpatizábamos con el núcleo de validez inherente a la mayoría de las principales religiones del mundo a la vez que nos eran indiferentes el dogma, la teo­logía, los avíos que integran su superestructura. Y, si bien respetábamos casi todos los credos, a ninguno de ellos po­díamos atribuirle el monopolio de la verdad.
Así, cuando nuestras pesquisas nos llevaron hacia Je­sús, pudimos abordarle con un sentido del equilibrio y de la perspectiva, o al menos ésa era nuestra esperanza. No teníamos prejuicios ni ideas preconcebidas a favor ni en contra, ninguna clase de intereses creados, nada que ganar probando o refutando algo. En la medida en que la «objetividad» es posible, pudimos abordar a Jesús «obje­tivamente», del mismo modo, por ejemplo, que un histo­riador debe abordar a Alejandro o a César. Y las conclu­siones a las que forzosamente llegamos, aunque, desde luego, eran sorprendentes, no nos parecieron devastadoras. No hicieron necesario un replanteamiento de nuestras convicciones personales ni sacudieron nuestras propias je­rarquías de valores.
Pero ¿y las demás personas? ¿Qué pasaría con los mi­llones de individuos de todo el mundo para los cuales Je­sús es el Hijo de Dios, el Salvador, el Redentor? ¿En qué medida el Jesús histórico, el rey-sacerdote que surgió de nuestra investigación, amenaza la fe de dichas personas? ¿En qué medida hemos violado lo que para mucha gente constituye su interpretación más querida de lo sagrado?
Somos muy conscientes, ni que decir tiene, de que nuestra investigación nos ha llevado a conclusiones que, en muchos aspectos, se oponen a ciertos principios básicos del cristianismo moderno, conclusiones que son heréticas, puede que incluso blasfemas. Desde el punto de vista de cierto dogma establecido, somos sin duda culpables de ta­les transgresiones. Pero no creemos haber profanado, ni si­quiera disminuido, a Jesús a ojos de los que sinceramente le veneran. Y, si bien nosotros no podemos suscribir la divini­dad de Jesús, nuestras conclusiones no impiden que otros sí la suscriban. Sencillamente, no hay ninguna razón por la cual Jesús no pudiera casarse y engendrar hijos al mismo tiempo que conservaba su divinidad. No hay motivo por el cual esta divinidad tuviera que depender de la castidad sexual. Aunque fuera el hijo de Dios, no hay razón alguna por la cual no pudiera casarse y engendrar hijos.
Debajo de la mayor parte de la teología cristiana está la suposición de que Jesús es la encarnación de Dios. Dicho de otro modo, Dios, apiadándose de su creación, se encar­nó en esa creación y cobró forma humana. De esta manera podría conocer de primera mano, por decirlo así, la condi­ción humana. Experimentaría en sí mismo las vicisitudes de la existencia humana. Llegaría a comprender, en el sentido más profundo, qué significa ser hombre, enfrentarse desde el punto de vista humano a la soledad, la angustia, la impotencia, la trágica mortalidad que la condición de hombre entraña. Haciéndose hombre, Dios llegaría a cono­cer al hombre de una forma que el Antiguo Testamento no permite. Renunciando a su altivez y a su lejanía olímpicas, participaría directamente de la suerte del hombre. Con ello redimiría esa suerte, es decir, la validaría y justificaría participando de ella, sufriendo a causa de ella y, finalmen­te, siendo sacrificado por ella.
El significado simbólico de Jesús consiste en que es Dios expuesto al espectro de la experiencia humana, ex­puesto al conocimiento de primera mano de lo que entraña ser hombre. Pero ¿podía Dios, encarnado en Jesús, afirmar realmente que era hombre, abarcar el espectro de la expe­riencia humana, sin llegar a conocer dos de las facetas más básicas, más elementales de la condición humana? ¿Podía Dios afirmar que conocía la totalidad de la existencia hu­mana sin enfrentarse a dos aspectos esenciales de la huma­nidad como son la sexualidad y la paternidad?
Nosotros creemos que no. De hecho, no creemos que la encarnación simbolice verdaderamente lo que se pre­tende que simbolice a menos que Jesús estuviera casado y engendrase hijos. El Jesús de los evangelios, y del cristia­nismo establecido, es esencialmente incompleto, un Dios cuya encarnación como hombre es sólo parcial. A nuestro modo de ver, el Jesús que salió de nuestras investigaciones goza de un derecho mucho más válido a ser lo que el cris­tianismo pretende que sea.
En conjunto, pues, no creemos haber comprometido o minimizado a Jesús. No creemos que haya sufrido a causa de las conclusiones que sacamos de nuestra investigación. De nuestras investigaciones sale un Jesús vivo y plausible, un Jesús cuya vida es a la vez significativa y comprensible para el hombre moderno.
M. Baigent, R. Leigh y H. Lincoln, El enigma sagrado, Madrid, Martínez Roca (Colección Booket), 2005. pp. 580-583.