Sunday, April 06, 2008

Monday, August 21, 2006

Prince of Persia

He detenido mi búsqueda sólo para dejar constancia de que lo descubrí. Al hallar el computador, en el nivel 4, tras los dientes metálicos, percibí todo con una lucidez que regularmente no tengo (no me avergüenzo de esto: recibí otros dones que me han servido en la carrera). Lamento, sin embargo, no descubrir el objeto de mi búsqueda; eso ya no importa: concluir estas líneas para esconderlas dentro de una de las botellas de vida, a ver si algún otro (yo mismo en otros bytes) las localiza y logra entender todo con mayor precisión. Me limitar a hacer una detallada bitácora de mi recorrido hasta el momento presente; y ser preciso, breve. No puedo asegurar que no estén tras mi pista.
Me encuentro en un país árabe, no sabría decir cuál. Lo adivino por los turbantes y el acento gutural de las víctimas que he dejado atrás; por los arcos orientales, por lo morisco; por las trampas de púas, por las antorchas. Llegué joven, con cuatro vidas y deseos imprecisos. Mi único placer consistía en recorrer las galerías y beber de las botellas rojas y verdes. Mi juventud fue acrecentándose como alimento marino, como saltos incalculables, como duelos mortales. No pocas veces fui herido, pero siempre vencí, desde luego. He encontrado los restos de mis predecesores -cabezas, fémures-; ellos no llegaron hasta este punto, así que puedo considerarme el primer occidental en tipear estas tierras.
En los inicios -niveles 1 y 2- podía dar espectaculares saltos, me dejaba perseguir por los infieles y luego traspolaba el vacío. Después descubrí mi capacidad para flotar como una pluma. La primera vez caí -asco- en un vacío de ratas y huesos viejos. Me creí perdido. Grité, arriesgándome a delatar mi posición. Mi agilidad, mi fuerza, permitió que encontrara el ladrillo justo que abre la pared hacia la libertad. Un tenue rayo bañaba los esqueletos: azulado como no había visto antes; la luna entraba por un tragaluz y pude ver por única vez el espacio exterior.
Después de eso, mi vida se limitó al inmenso espacio de bóvedas y castillos subterráneos. Antes bien, pude haber sido rata. Me acostumbré a la iluminación de las antorchas de la pared: tal vez por ello el reflejo lunar llamó tanto mi atención. Aquella observación me permitió descubrir dos cosas. Entre los esqueletos, algo brilló hiriente. Sin olvidar mi náusea, revolví los despojos y el fondo me deparó una alegría, un hermoso tesoro: mi Singsword mortal. La ceñí a mi cintura. Salí del nicho y una intuición me permitió llegar al segundo descubrimiento: en algún nivel -los más altos, el 8 ó el 10- los corredores tendrán una salida hacia la ciudad. De saberlo, ni espada ni luna hubieran perturbado mi tranquilidad. Sigo recorriendo pasillos y dando saltos...
Interrumpí mi narración un instante. Entre una línea y otra no parece haber transcurrido mucho tiempo, pero el jadeo con que continúo revela lo contrario. Sólo que no lo puedo transmitir en esta pantalla. No hay manera de que se note mi grafía cansada, pero los puntos serán suficientes para hacer el corte temporal. Debería concluir la frase que dejé en suspenso diciendo: "Sigo recorriendo pasillos y dando saltos... o la muerte", porque en el preciso instante en que escribía un árabe me atacó por la espalda, con la esperanza de sorprenderme. Me hizo una herida, pero todavía me quedan cuatro vidas. Pude reaccionar y matarlo, más por el susto que por la fuerza que tanto me costó. Ahora yace a mi lado, parece que durmiera. La herida me sangra, pero yo sé dónde conseguir el remedio: hay una botella, en algún nivel que todavía no bebo...
También en aquel nivel me atacaron sin piedad. Temiendo la llegada de otros, huía a todo galope, efectuando el camino más complicado, por si acaso querían tomar venganza, lo cual daba yo por seguro. Corrí, salté, bajé, subí, huí; caminé, esquivé, ascendí; huí. Jadeante, me top con una de las botellas rojas y me alivié. Descubrí que el líquido de esta botella resultaba un inigualable medicamento para las heridas. La pierna gangrenada, rasgada por el filo de la Ondulante Espada mora, cicatrizó casi por efecto prestidigitador. La Espada Ondulante, ahora en mi poder.
Producto de la soledad, o quizás por instinto del premio, en cada combate me apropio de la espada del vencido, dejándole incrustada, como constancia de mi victoria, la hoja con que le despojaba de la vida. Una cosa he de decir, en descargo de mis adversarios: ninguno rehusó la lucha: mantenían, como perros fieles, su posición. No fueron pocas las ocasiones en que herido por las filosas armas intenté huir; pero un impulso de muerte me obligaba a estar en guardia. Más bien una necesidad de husmear cada rincón de los pasillos. No puedo negar, sin embargo, que estos soldados de Al poseen el magnético poder de hervir nuestra sangre con el fuego del odio. Digo magnético porque estas ansias de luchar sólo cubren un espacio determinado en derredor del enemigo. Mi adrenalina subía exactamente a los dos metros de distancia. Sólo así era capaz de sacar mi Singsword. Y, ¿podrá alguien creerme si digo que nunca crucé una palabra con ellos, un gesto o una amenaza? Peleábamos como funcionarios que cumplen mecánicamente su trabajo, como el perro ovejero y el lobo de las comiquitas que, a las seis, cambian de turno y marcan tarjeta,
-Hola, Sam. (¡click!)
-¿Qué tal hoy, Moe? (¡click!).
Debía acabarlos y ellos a mí, eso es todo. Mi odio por ellos era una agrupación de bytes ordenados para esa función.
Cuando conseguí la espada grité; ahora se entiende por que saben dónde estoy. No me importa que me persigan, pero hubiera sido mejor pactar con ellos. No obstante, el sentimiento de ira bajaba de inmediato apenas vencía al contrincante, y enfundaba plácidamente mi nueva Singsword. Podía entonces, como lo hago ahora, ignorar la presencia de su cuerpo descompuesto, devorado por ratas que nunca vi. Esto me hizo llegar a la conclusión que es el impulso de mi escritura: entiendo la lucha entre los árabes y yo como el primer eslabón de la cadena en cuyo cabo me encuentro.
En el octavo nivel, los contrincantes se volvieron más y más fuertes; tuve que dejar mucha sangre regada antes de llegar al vestíbulo previo del final del camino. En el salón donde se encuentra la razón de mi búsqueda, est una princesa. Sé que quedan cinco minutos para salvarla, quién sabe si la matarán. Debo enfrentarme, ya lo he visto, a un soldado prácticamente invencible. Incluso ya había comenzado a dar las primeras estocadas. Hasta que sentí el destello.
Cobardemente, abandoné la habitación, a pesar de los ruegos de la princesa -trampa, pura trampa- y vine a este computador en el cual me he sentado a consignar la historia. El que yace a mi lado es el guardián de la princesa. Nunca sabrá cómo lo maté. Ya no queda mucho tiempo para que toda la arena est de un solo lado. Debo esconder este manuscrito antes de mi transformación. La solución, si la hay, es no salvarla, sino convertirse, como me he convertido yo, en su guardián; para ello hace falta valor y un poco de suerte. Y tú, que lees, ávido, voltea presto y desenfunda tu espada: Singsword llega para matarte (Game Over).
A Yajaira Andueza.

Tuesday, May 23, 2006

portada México


hagshagshhaagahsgahg
jsjsjsjajjs

Friday, May 19, 2006

Incluso antes de iniciar nuestra investigación, nosotros mismos éramos agnósticos, ni procristianos ni anticristia­nos. Debido a nuestra formación y al estudio comparado de las religiones, simpatizábamos con el núcleo de validez inherente a la mayoría de las principales religiones del mundo a la vez que nos eran indiferentes el dogma, la teo­logía, los avíos que integran su superestructura. Y, si bien respetábamos casi todos los credos, a ninguno de ellos po­díamos atribuirle el monopolio de la verdad.
Así, cuando nuestras pesquisas nos llevaron hacia Je­sús, pudimos abordarle con un sentido del equilibrio y de la perspectiva, o al menos ésa era nuestra esperanza. No teníamos prejuicios ni ideas preconcebidas a favor ni en contra, ninguna clase de intereses creados, nada que ganar probando o refutando algo. En la medida en que la «objetividad» es posible, pudimos abordar a Jesús «obje­tivamente», del mismo modo, por ejemplo, que un histo­riador debe abordar a Alejandro o a César. Y las conclu­siones a las que forzosamente llegamos, aunque, desde luego, eran sorprendentes, no nos parecieron devastadoras. No hicieron necesario un replanteamiento de nuestras convicciones personales ni sacudieron nuestras propias je­rarquías de valores.
Pero ¿y las demás personas? ¿Qué pasaría con los mi­llones de individuos de todo el mundo para los cuales Je­sús es el Hijo de Dios, el Salvador, el Redentor? ¿En qué medida el Jesús histórico, el rey-sacerdote que surgió de nuestra investigación, amenaza la fe de dichas personas? ¿En qué medida hemos violado lo que para mucha gente constituye su interpretación más querida de lo sagrado?
Somos muy conscientes, ni que decir tiene, de que nuestra investigación nos ha llevado a conclusiones que, en muchos aspectos, se oponen a ciertos principios básicos del cristianismo moderno, conclusiones que son heréticas, puede que incluso blasfemas. Desde el punto de vista de cierto dogma establecido, somos sin duda culpables de ta­les transgresiones. Pero no creemos haber profanado, ni si­quiera disminuido, a Jesús a ojos de los que sinceramente le veneran. Y, si bien nosotros no podemos suscribir la divini­dad de Jesús, nuestras conclusiones no impiden que otros sí la suscriban. Sencillamente, no hay ninguna razón por la cual Jesús no pudiera casarse y engendrar hijos al mismo tiempo que conservaba su divinidad. No hay motivo por el cual esta divinidad tuviera que depender de la castidad sexual. Aunque fuera el hijo de Dios, no hay razón alguna por la cual no pudiera casarse y engendrar hijos.
Debajo de la mayor parte de la teología cristiana está la suposición de que Jesús es la encarnación de Dios. Dicho de otro modo, Dios, apiadándose de su creación, se encar­nó en esa creación y cobró forma humana. De esta manera podría conocer de primera mano, por decirlo así, la condi­ción humana. Experimentaría en sí mismo las vicisitudes de la existencia humana. Llegaría a comprender, en el sentido más profundo, qué significa ser hombre, enfrentarse desde el punto de vista humano a la soledad, la angustia, la impotencia, la trágica mortalidad que la condición de hombre entraña. Haciéndose hombre, Dios llegaría a cono­cer al hombre de una forma que el Antiguo Testamento no permite. Renunciando a su altivez y a su lejanía olímpicas, participaría directamente de la suerte del hombre. Con ello redimiría esa suerte, es decir, la validaría y justificaría participando de ella, sufriendo a causa de ella y, finalmen­te, siendo sacrificado por ella.
El significado simbólico de Jesús consiste en que es Dios expuesto al espectro de la experiencia humana, ex­puesto al conocimiento de primera mano de lo que entraña ser hombre. Pero ¿podía Dios, encarnado en Jesús, afirmar realmente que era hombre, abarcar el espectro de la expe­riencia humana, sin llegar a conocer dos de las facetas más básicas, más elementales de la condición humana? ¿Podía Dios afirmar que conocía la totalidad de la existencia hu­mana sin enfrentarse a dos aspectos esenciales de la huma­nidad como son la sexualidad y la paternidad?
Nosotros creemos que no. De hecho, no creemos que la encarnación simbolice verdaderamente lo que se pre­tende que simbolice a menos que Jesús estuviera casado y engendrase hijos. El Jesús de los evangelios, y del cristia­nismo establecido, es esencialmente incompleto, un Dios cuya encarnación como hombre es sólo parcial. A nuestro modo de ver, el Jesús que salió de nuestras investigaciones goza de un derecho mucho más válido a ser lo que el cris­tianismo pretende que sea.
En conjunto, pues, no creemos haber comprometido o minimizado a Jesús. No creemos que haya sufrido a causa de las conclusiones que sacamos de nuestra investigación. De nuestras investigaciones sale un Jesús vivo y plausible, un Jesús cuya vida es a la vez significativa y comprensible para el hombre moderno.
M. Baigent, R. Leigh y H. Lincoln, El enigma sagrado, Madrid, Martínez Roca (Colección Booket), 2005. pp. 580-583.

Monday, December 12, 2005

La reina de los cuatro nombres [fragmento]

El mundo de «la muy hospitalaria»
No se conservan testimonios de la infancia en Dodona de la princesa Olimpia (ca. 375/371 ~ 316 a.C.). Sin embargo, sabemos que a la princesa del reino de Epiro, al norte de lo que se conoció como la Hélade, o tierra de los helenos, le tocó vivir un período cuya influencia cambió la manera de ver el mundo en su civilización: nació cuando Grecia iniciaba la fase en que profundizó el estrecho contacto, casi hasta el mestizaje, con la vecinas culturas de Oriente, sobre todo con Persia.
Los trescientos años que siguieron para Macedonia —el reino del que Olimpia iba a formar parte al ser el de su esposo y la patria de sus hijos— concluirían muy lejos de allí, con la famosa Cleopatra VII Thea Filopátor (69-30 a.C.), reina egipcia y la última de los ptolomeos, que prefirió introducir en su sangre el veneno del áspid antes que Roma la hiciera tragar el suyo. Ella es el eslabón final de la dinastía fundada por Ptolomeo Lágida, uno de los hetairos (compañeros) de Alejandro Magno, que tomó desde Alejandría el control de Egipto y fue el único de los generales del conquistador que murió de viejo. Con Cleopatra termina la lista de monarcas macedonios, o descendientes de los linajes macedonios, que con sus gobiernos fijaron el rumbo de la historia grecolatina en la Antigüedad.
En el siglo IV en el que nació Olimpia, la turbulenta historia de Grecia experimentó cambios capitales que dieron nacimiento a una nueva etapa en el curso de lo que, a la postre, sería llamado Occidente. Con la conclusión de las hostilidades entre Atenas y Esparta en la Guerra del Peloponeso (431-405 a.C.), el declive progresivo de la ciudad democrática por excelencia y la consolidación hegemónica del poder en manos de un solo hombre, Filipo de Macedonia, el mundo griego avanzaba hacia el período helenístico, la fase final de su influencia cultural antes de que cartagineses y romanos tomaran el relevo. Olimpia, la princesa de Epiro que no nació con ese nombre, sería en esa época testigo de excepción, y a menudo protagonista, sobre todo a través de la influencia que tuvo sobre su hijo, Alejandro III «El Grande».

La polis y sus vecinos
El gobierno de las ciudades-estado —la polis griega—, cuyos ejemplos más importantes fueron Atenas y Esparta, convivió, no siempre de manera amistosa, con vecinos regidos por monarquías aristocráticas, como los reinos de la periferia griega, Macedonia y Epiro, aún con profundas raíces míticas. Cada uno de estos gobiernos tuvo diferente acogida en los lugares donde se estableció, de acuerdo a las circunstancias que los originaron, y muchas veces fueron causa de magnicidios como los de Arquelao y Filipo en Macedonia, en 399 y 336, respectivamente; Evágoras de Salamina, de Chipre, en 374; Jasón de Feras en 370; y Cotis, rey de Odrisas, en 359. Aristóteles comenta en su Política, comparando los distintos regímenes que «la tiranía tiene los defectos de la democracia y de la oligarquía (...): de la oligarquía le viene el tener como fin la riqueza (pues únicamente así puede man­tener la guardia y el lujo), y el no confiar en nada en el pueblo (por eso lo privan de las armas); y el hacer mal a la masa, expulsarla de la ciudad y dispersarla, es común a ambas, a la oligarquía y a la tiranía»[1]. La capacidad para hacer la guerra a los poderosos le viene de la democracia, continúa explicando el Estagirita, a los que intenta «destruirlos secreta y abiertamente, desterrarlos co­mo rivales» porque los considera un obstáculo para su gobierno. Y opina que es de la clase alta de donde vienen las conspiraciones, «por querer unos mandar y otros no ser esclavos». Y en seguida da un consejo aterrador, el que le da Periandro a Trasibulo, que «corte las espigas que sobresalgan», lo cual quiere decir que hay que exterminar siempre a los ciudadanos que destaquen. Todo lo que expone prueba, a su juicio, que las causas de las revoluciones son las mismas en las monarquías que en las repúblicas. Por injusticia, por miedo y por desprecio, atacan a las monarquías muchos de sus súbditos; y «entre las causas de injusticia, especialmente por insolencia y a veces también por el despojo de los bienes particulares». Estas causas también son los fines, lo mismo en las repúblicas que en las tiranías y las monarquías, pues los monarcas tienen abundancia de riqueza que todos codician. Es de la ambición y el egoísmo humanos de lo que trata aquí Aristóteles. Las conspiraciones se dirigen contra la persona que ocupa el poder o contra el poder mismo. El resentimiento producido por un insulto genera sobre todo el primer tipo de conspiraciones. Pero la insolencia tiene muchas variedades, cada una de ellas causa de la cólera, y en general la mayoría de los encolerizados atacan por venganza, pero no por la supremacía, porque la cólera no es ambiciosa[2].Al este de estos reinos y gobiernos, como vecino más antiguo y rival eterno, se hallaba Persia, cuya dinastía de grandes reyes era el ejemplo perfecto del sistema en el que un griego no quería vivir. Persia era a la vez motivo de rechazo y curiosidad, pues hasta dioses como Dioniso habían cruzado su territorio con destino a un mundo mucho más desconocido: India. Mención aparte merece Egipto, pues la presencia de esta civilización en el imaginario helénico tenía que ver más con la reverencia y, en ocasiones, el mestizaje, que con el temor y revancha que se sentía hacia los medos. No de balde el oasis de Siwa era el refugio para el oráculo del dios Zeus-Amón, y se consideraba fundado casi a la par de otro de los oráculos famosos, el de Zeus en Dodona. Y además, Egipto no puede dejarse de lado a la hora de buscar el origen de algunas divinidades griegas: «Del Egipto nos vinieron además a la Grecia los nombres de la mayor parte de los dioses; pues resultando por mis informaciones que nos vinieron de los bárbaros, discurro que bajo este nombre se entiende aquí principalmente a los egipcios. Si exceptuamos en efecto, como dije, los nombres de Poseidón y el de los Dioscuros, y además los de Hera, de Hista, de Temis, de las Chárites y de las Nereidas, todos los demás desde tiempo inmemorial los conocieran egipcios en su país, según dicen los mismos; que de ello yo no salgo fiador»[3]. Resaltemos, finalmente, como detalle del importante intercambio entre Grecia y Egipto, que el entramado de cubierta del Partenón se hizo con madera de ciprés importada de Egipto.
[1] Aristóteles, Política, 1310b 11-15.
[2] Aristóteles, Ídem.
[3] Herodoto, Historia, II, 50
olimpia Posted by Picasa

Wednesday, May 04, 2005

PELÓPIDAS

Los hombres de antes
eran grandes y hermosos
(ahora son niños y enanos),
pero ésta es sólo una
de las muchas pruebas
del estado lamentable
en que se encuentra
este mundo caduco.
Umberto Eco
Bajaba las escaleras cuando lo vi venir. Ningún signo en la naturaleza me advirtió de su llegada; nada de lo que ocurrió después se convirtió en una señal. Habían anunciado, eso sí, el arribo de un barco de guerra cargado de soldados ávidos de botín. Las mujeres habían escondido a las doncellas más apetecibles y las joyas más queridas; dejaron al descubierto a las solteronas y los cacharros inservibles. Ya estaban acostumbradas. En palacio no se tomaron tantas precauciones, porque Pelópidas había prometido cordura y conmiseración a cambio de obediencia. Nuestro gobernante (los dioses le guarden su merecido castigo) prefirió bajar la cabeza antes de que corriera la sangre de sus vecinos. Pronto íbamos a saber el error que significa no fortificar una ciudad.
Como no encontraron, o no supieron encontrar, nada de valor entre las casas de la gleba y las mansiones de la aristocracia (salvo los alimentos que rápidamente fueron confiscados por los cocineros, y las solteronas que conocieron por fin la fuerza que subyuga), los soldados reclamaron a su comandante alguna clase de botín. Pelópidas se había instalado en las dos grandes habitaciones de nuestro gobernante, en la alta torre que daba majestuosidad especial al palacio. Allí su guardia privada y sus compañeros más íntimos empezaban a saborear la merecida victoria, mientras nuestro rey se conformaba con despachar desde la reducida y humilde habitación de una de sus concubinas, ahora sierva de Pelópidas. Su ejército había cruzado el estrecho que separa nuestra ciudad del extenso continente y había acabado con la resistencia de reyes vecinos, menos inteligentes o más valerosos que el nuestro, cuyo nombre prefiero callar para escarnio de su memoria.
Pelópidas sabía que era su deber dar algún tipo de premio a sus soldados; así que, para dilatar un poco más el momento de la destrucción de la ciudad, declaró, no sin zalamerías, que se merecían tres días de fiesta en honor a sus dioses (oscuras figuras forjadas en hierro), certámenes teatrales y un torneo cuyo premio sería —y me tomó del brazo con una suavidad que estremeció mis sentidos— este muchacho de la casta superior. Hubo un breve rumor de desconcierto, pero de inmediato los soldados levantaron sus larguísimas lanzas y golpeándolas contra los escudos ovacionaron al comandante que yacía entre sus generales más cercanos, como un Sardanápalo moderno. Los ojos de varios cientos de hombres se posaron sobre mí, codiciado trofeo, y recorrieron mi piel que mal disimulaba su fragilidad. Oré a la deidad que me había sido asignada desde pequeño y juré vengarme del primero que osara tocarme; pero veinte veces más me vengaría de mi rey, que a tan hosca suerte me había abandonado. Pelópidas acariciaba mi cabello ondulado y temí que quisiera probar la mercancía antes de entregarla al ganador del concurso.
El resto de la noche no logré conciliar el sueño, a pesar de que habían acondicionado para mí un sector nada despreciable de la habitación principal, protegido por velos y eunucos ceñudos; un rincón apartado donde una enorme ventana dejaba entrar el aire fresco que regresa del desierto en las madrugadas. Los generales le habían advertido a Pelópidas, en su tosco lenguaje, que esa ventana sería una tentación para mí, que por allí podría escaparme, que nunca se sabía lo que los barbors de estas tierras eran capaces de hacer. Pelópidas se acercó con ellos hasta la ventana y les señaló la considerable altura a la que estábamos.
—A menos que sea un mono trepador, o un suicida, este muchacho amanecerá mañana aquí, durmiendo.
Me lanzó una mirada lasciva, como si debiera prepararme para una visita inesperada antes de la aurora. Yo no sentí ni miedo ni rencor; todos esos sentimientos estaban reservados para mi rey, cobarde y sin nombre.
Pude reconocer el camino de la luna en la bóveda oscura de la noche; calculé la distancia entre las estrellas y traté en vano de adivinar el futuro que ellas reservan para nosotros; incluso una estrella fugaz rasgó la oscuridad y por un momento pensé que era una señal para la acción.
De un bolsillo secreto saqué la figura que representaba a mi deidad. La puse con cuidado sobre una de las almohadas y me arrodillé ante ella, con la esperanza de que algo me dijera, de que me indicara una solución y no permitiera que yo, último vástago de una dinastía que contaba entre sus miembros a emperadores y grandes sacerdotes, terminara sus días inmóvil como una cosa, a merced de un amo incierto, rudo, o cruel. Los últimos fulgores de la luna daban a mi deidad un aspecto de ser vivo. Lloré porque ahora que ya estaba preparado para conocer las delicias de la carne, ahora que mis maestros terminaban mi formación (había tenido varios muy buenos, venidos del norte y también de Estagira y Eugenio fiel), el destino me sacrificaba a los placeres de un puñado de bestias viles ávidas de trofeos y premios sin razón. No había manera de rebelarme, porque supiera la causa o no, Pelópidas tenía la certeza de que no sería capaz de acabar con mi vida por propia voluntad, pues es cierto que para mi pueblo, los barbors, la horrenda realidad del suicidio desequilibra el orden del mundo más que cualquier otra cosa, nada se clava tan hondo en el corazón de nuestros padres y en el futuro de nuestros hijos como el acto voluntario de frenar el flujo vital que cruza nuestros cuerpos. Toda vida es sagrada, una fe en nuestra ciudad; y, su defensa, un deber (por eso la medicina debe a nuestra ciudad innumerables remedios contra las enfermedades mortales, y no hay bicho venenoso, desde las serpientes de cabeza plana hasta el escorpión de oscura cola y tentáculos violeta, que no encuentre su antídoto entre las murallas de mi ciudad; todos los moribundos han golpeado débilmente nuestras puertas, pidiendo una última salvación). Arrodillado, pues, miraba hacia la ventana, sabiendo que la única solución honrosa me estaba vedada; prefería que el desprecio de las generaciones venideras recayera sobre mí antes que sobre mis padres y mis hijos nonatos.
Junté el dorso de mis manos y jugué friccionando mis uñas unas contra otras, tratando de meditar, tratando de que mi deidad me enseñara la manera más digna de comportarme en esta desgraciada situación, cuando sentí una presencia detrás de mí. Era Pelópidas. En un principio pensé que estaba ebrio, costumbre que ya conocía por las enseñanzas de mis maestros; sabía que estos guerreros que tanto viajan son dados a los festines nocturnos que lamen los primeros rayos de la aurora y nunca pude entender cómo se las arreglaban para estar dispuestos siempre para la batalla, imaginaba que eran exageraciones de los bardos, tan propensos a la alabanza fácil. Por eso los poetas no eran bienvenidos en mi ciudad, aunque ahora me gustaría ser uno de ellos para cantar el poema del cobarde rey sin nombre, el rey de mi ciudad, que estaba detrás de Pelópidas dibujando una sonrisa vil como todo su ser. ¿Habría una deidad que quisiera tenerlo bajo su protección?
—¿No te dije, rey barbors, que tu joven príncipe no iba a ser capaz de huir de su destino, el torneo que esta tarde decidirá su futuro? Por mi parte te digo que no me disgustaría si mi campeón sale victorioso y me entrega esta joya para el harén. Sería capaz, incluso, de protegerlo con mi escudo luchando en las filas de la falange —dijo Pelópidas, con los ojos brillantes y ávidos pero evidentemente sobrio.
—¿Le enseñarías el arte de la guerra, mi señor?, —babeaba el rey, para mi vergüenza.
—Y muchas otras cosas, si se deja.
Ambos se acercaron a mí, que me había levantado rápidamente y había escondido a mi deidad entre mis ropas (en nuestro pueblo existe la creencia de que si alguien puede ver al dios que nos protege fácilmente será el dueño de nuestro destino). Me miraban como si se tratara de una nueva especie de homínido que hubiera sido capturada en lo profundo de la selva (nuestra selva sagrada) y que fuera digna de toda la atención. Los eunucos parecían no hacer caso de lo que ocurría pero no podía yo dudar que su agilidad estaba preparada para cualquier movimiento sospechoso que hiciera. Debía tener cuidado con el filo de sus espadas.
Pelópidas posó su brazo sobre mis hombros y de nuevo sentí el estremecimiento que recorriera mi piel cuando me tomara con sus enormes manos. Con vergüenza habría reconocido el movimiento voluble de mi vientre y el cosquilleo más abajo de mi ombligo, el endurecimiento de mis fuerzas; también que sentía la forma de mi deidad escondida entre los pliegues de mi túnica. Mi rey (pero los dioses lo hundan con todas sus fuerzas en el océano de la vergüenza y el olvido) me tomó por la cintura y las náuseas se encabalgaron sobre el cosquilleo. Me llevaron hasta el borde de la ventana y me mostraron lo que hasta ese momento no había querido ver: las antiguas habitaciones de mi rey habían sido construidas de tal manera y a tal altura que era posible divisar los campos de trigo y los senderos de flores, la frontera de nuestro reino y algunas de las hogueras de las viles bestias que viven en el extenso continente. A lo lejos, galopaban algunos caballos iraila, de iracundo trote.
—¿Te gustaría conocer el mundo más allá de los límites de este reino, muchacho? —dijo Pelópidas, y me estrechó con más fuerza (o ternura).
—Sí, sí, ¿te gustaría? —repitió asquerosamente el rey.
Antes de contestar cerré los ojos e hice el mohín que mi maestro de retórica me enseñara para los momentos en que el orador quisiera seducir al público que le escucha. En mi vientre, entre los pliegues y las venas endurecidas de mi entrepierna, mi deidad reposaba escondida de todo ser viviente, pero hablándome en el secreto idioma que habíamos inventado a lo largo de los años. De pronto entendí todo lo que había estado diciéndome esa noche y, como la estrella fugaz que había cortado la oscuridad trayendo un mensaje cifrado de la bóveda celeste, toda mi vida pasó frente a mí, desde los primeros llantos de hambre sobre el pecho de mi madre hasta los besos en la suave nuca que di a mi último maestro, el de Estagira; todo se me hizo claro y entendí que la aurora se acercaba, que la apacible noche había dejado de existir y regresaban al desierto los aires reconfortantes que producen los sueños.
—¿Quiere que le diga la verdad, comandante?
Pelópidas bajó la mirada, quizás un poco sorprendido de que mi voz fuera tan resuelta, asustado tal vez. Mi rey, vergüenza de nuestra estirpe, sonreía como sólo lo hacen los que no saben lo que va a ocurrir. Yo parpadeé otra vez, como me enseñara el maestro de retórica, alargué los labios como si fuera a señalar un objeto con ellos, me arqueé con toda la fuerza que un adolescente puede acumular, y los empujé al vacío.
Quizás mi rey nunca se enterara, pero estoy seguro de que Pelópidas cayó en cuenta de lo que ocurría justo antes de destrozar su cabeza contra las rocas que sostienen la muralla. Los eunucos parecían inmóviles como cosas y yo, en justo homenaje a los estertores que sus abrazos me produjeron, ahora reino entre los barbors con el nombre de Pelópidas, el segundo de una estirpe sanguinaria y guerrera.
Para David Hernández Montesinos, maestro del domus
[En: Pequeñas resistencias 3, Madrid, Páginas de Espuma, 2004]

Monday, May 02, 2005

8. EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE

Hoy parece que el sol tiene dieciséis puntas. Cada objeto de las caballerizas brilla como si la luz saliera desde dentro, y el rey necesita guarecer su cabeza con un cómodo sombrero que las mujeres le han confeccionado en sus ratos de ocio. Los ojos se entornan, en un esfuerzo inútil por disminuir la cantidad de luz que atraviesa las pupilas. El pequeño príncipe, que ahora tiene doce años, ha salido al campo acompañando a su padre: Filónico ha venido de Tesalia con una manada nueva, y Filipo tiene intención de comprar algunos caballos para su guardia personal. El niño ha bajado al llano con la emoción propia del momento; van a probar los caballos y quizá su padre le regale alguno, quizá sea hora de que él también empiece a tener su propia cuadra; ¿no quiere él emular –y por qué no- superar las proezas de su padre, que se empeña en no dejarle una sola hazaña por hacer? ¿No le han insistido varias veces sus amigos de palacio para que participe en los sagrados juegos de los griegos, en Olimpia? Él se ha rehusado, con la excusa de que si no es contra jinetes con estirpe de reyes -como él- no competiría, pues no está dispuesto a aceptar la sospecha de que “lo han dejado ganar” sólo por ser el príncipe de Macedonia (toda la Hélade conoce el carácter explosivo y semibárbaro de su padre, nadie querría despertar su ira); pero pronto se da cuenta de que Filipo se ha enfadado porque el tesalio pretende venderle un caballo indómito, un innoble animal que durante toda la mañana ha echado por tierra a cada jinete que lo ha intentado montar. Un caballo encabritado. Además, Filónico pide ¡trece talentos! por el bruto. Una fortuna. La verdad, la estampa los vale: ojos grandes de mirada venática, cabeza pequeña y seca, orejas breves y finas, nariz chata, cerviz levantada, la crin y la cola espesas, cascos sólidos y rotundos, un zaino oscuro y oleaginoso, con una mancha blanca en la frente y otra en un costado con forma de buey. Trece talentos muy bien distribuidos. Lástima que no se deje montar por nadie; tal parece que ha nacido sólo para correr libre por las llanuras de Tesalia, para contemplar, en su loca carrera, la majestuosidad del monte Olimpo, morada de Zeus; quizás sea algún dios encarnado en caballo sólo por el gusto de sentir el repique de los cascos sobre la grava de la playa. En todo caso, Filipo ha ordenado que se lo lleven, que él necesita cabalgaduras que sirvan en las batallas, no en los desfiles y corrillos de los eunucos. Como siempre, no falta alrededor del monarca quien -como Lisímaco, el paidagogos- celebre sus corrosivas pero toscas salidas. Las risas cortesanas ofenden al animal, que los mira como midiendo el ultraje al que es sometido.
-¡Qué caballo están echando a perder por impericia y cobardía!
Hubo un gélido silencio, y ni siquiera las dieciséis puntas del sol pudieron derretirlo.
Todos los que acompañaban al rey esa mañana –el bravo Parmenión, el zalamero Lisímaco, el austero Leónidas- voltearon a ver de quién era la temeraria voz que se atrevía a contradecir e, incluso, censurar la orden del monarca. El niño de doce años, con una mirada igual de fiera que la del caballo, observaba casi con desprecio el ejercicio de adulación a que todos se entregaban, deponiendo cual insensatos la compra de un hermoso corcel. Pero como Filipo no le hiciera caso -¿cómo tomar en serio a un niño que sólo toca arpa y llora cuando lee los versos de Homero, como si de una doncella en cautiverio se tratase?- todos continuaron evaluando a los demás caballos, mirando sus dentaduras y verificando la dureza de su cascos.
-Mal puede acabar un rey que no tenga buenos jinetes,
insiste el niño, indignado, viendo cómo el de la cabeza de buey era apartado de la manada como un leproso sin cura. Filipo, irritado y con poca paciencia, se giró hacia donde su hijo estaba y le dijo:
-¿Ofendes a tus mayores, como si supieras más que ellos o pudieras sacar mejor provecho de un caballo?
-Al menos a éste lo cabalgaría mejor- responde el príncipe, inmutable.
-Y si no puedes domarlo, ¿qué pagarás por tu temeridad?
-Los trece talentos que piden por él.
Todos vuelven a explotar en risas, que hirieron el orgullo del muchacho y encabritaron mucho más al animal. El rey acepta la apuesta y el niño se dirige a Filónico:
-¿Cómo se llama el caballo?
-Bucéfalo.
Alejandro corre hacia el corcel y agarrando las riendas lo gira hasta que ambos quedan mirando el sol. El sol de dieciséis puntas.
-Bucéfalo, Bucéfalo... ¿ves esos rayos? Algún día tú me llevarás hasta esos rayos, como si fueras uno de los caballos de Apolo, ¿verdad, Bucéfalo?
El animal parpadea y las gruesas pestañas hacen sombra sobre sus pupilas. Los músculos dejan de temblarle y una extraña tranquilidad se apodera de él: ha reconocido esa voz, el timbre de las palabras del niño le recuerdan la época en que mamaba la leche de su madre. ¿Quién es éste que puede amansarlo con sus palabras? ¿Por qué ha desaparecido la negrura que se arrastraba por el suelo? ¿La negrura que desde que era un potrito lo hacía correr a protegerse entre las patas de su madre?
-Bucéfalo, Bucéfalo, camina conmigo.
Esa voz, esa dulce voz ha sido la que ha eliminado del suelo la sombra que lo perseguía, la voz que lo acompaña y le coloca encima la suave clámide, la voz que lo conduce por donde esa sombra no se agita delante de él. El amor de un caballo nace deprisa y Bucéfalo siente un afecto inmediato por la voz de ese muchacho. De ahora en adelante será su amigo. El niño, de un certero salto, monta sobre él y a horcajadas se sostiene con las piernas bien firmes, mientras el caballo tiene el cuidado de no ser demasiado brusco con las aún infantiles manos de su jinete. Pronto, caballo y caballero galopan como el viento hacia el llano abierto, y Bucéfalo siente que vuelve a estar en su tierra, en su Tesalia querida. ¿Estaba el monte Olimpo allá, al fondo?
Los que acompañaban a Filipo, y él mismo, observan la escena desde lejos, llenos de preocupación. ¿Podría este niño cabalgar a ese demonio que no había hecho otra cosa en toda la mañana sino derribar a sus mejores jinetes? Pronto salen de su error: el príncipe, que deja correr al caballo a su voluntad, lo frena con decisión y hace que regrese hasta el grupo. Filónico no sale de su asombro; los generales macedonios y los pedagogos levantan los brazos y aplauden emocionados, lanzando hurras y aclamando al hábil niño que se dio cuenta de que lo que asustaba al caballo era su propia sombra batiéndose delante de él; las mujeres observan de lejos la escena y ríen y comentan entre ellas. ¿Observa Olimpia orgullosa desde sus aposentos? Alejandro, futuro rey de Macedonia, galopa hacia ellos en su nuevo caballo, Bucéfalo, que será el mejor amigo de este hombre.
Filipo, en cambio, lloraba.
-¡Hijo mío! ¡Vete con tu caballo a buscar un reino más grande que Macedonia, uno lo bastante grande para que quepas!,
dice el monarca cuando el niño desmonta y lo abraza besándole la cabeza, eufórico, conmovido por la brillante actuación de su hijo.
Bucéfalo, por su parte, relincha.Y nadie sabe si se ríe o celebra como un hoplita más las hazañas de su rey.