Tuesday, April 26, 2005

ICHBILIAH

El doctor W. H. Stokes, del Instituto Mount Hope para Dementes, afirma acerca de la locura moral: «Otra fuente fecunda de trastornos mentales de esta especie parece encontrarse en un indebido exceso en la lectura de los numerosos relatos novelísticos, que tanto han proliferado en la prensa en los últimos años, y que tanto se han multiplicado por todas partes, con el efecto de viciar el gusto y corromper la moral de los jóvenes. Los padres nunca serán demasiado cautelosos a la hora de preservar a sus jóvenes hijas de esta perniciosa costumbre».
De una noticia de 1849
Llamadme Don Juan. Porque ése es mi nombre.
Antes de comenzar mi relato, debo deciros unas pocas palabras que justificarán los hechos que estoy a punto de narrar. He meditado profundamente cada una de las frases de mi historia, y a nadie extrañe si parece que hablo de memoria, como si mis palabras hubieran sido repetidas una y otra vez desde el principio de los tiempos, porque lo que he de contar forma parte de mí mismo y es como si describiera la forma de mi mano derecha mientras la observo. Llevo mi historia pegada a mí como otros llevan los ojos o la forma de la cara.
He defendido aquello en lo que creo y no he dado mi brazo a torcer a pesar de que la razón estuviera del otro lado. Si en una época pertenecí —lo confieso— a esa especie del género humano capaz de engañar al más débil de los inocentes —una mujer enamorada— sin que ninguna parte de mi cuerpo y de mi alma sintiera el más leve escozor sino, al contrario, agregando gozo en el ensañamiento, que aumentaba en la medida en que a) la víctima fuera ingenua en grado superlativo absoluto y/o b) el engaño se extendiera por tiempo más que suficiente y mejor si retardado; también es cierto que, a pesar de mi malvado comportamiento, el mismo me llevó —por hastío o por conciencia, qué sé yo— a convertirme en lo que soy ahora: un santo. Y lo que a continuación leeréis no es sino el testimonio sincero de un hombre arrepentido y con justicia castigado. Prestad atención, pues, y si sois buenos cristianos y aún confiáis en la recuperación de los santos lugares, ahora en manos de los infieles, juzgad mis acciones con menos severidad de la que yo tuve en su momento para condenar a todos cuantos se me acercaron cuando aún vagaba por el mundo sin la conciencia que da el dolor de la pérdida.
Soy don Juan, y creo merecer al menos el beneficio de vuestra atención, pues nadie antes —y espero que nunca nadie después de mí— ha tocado el cieno del fondo con tanta concupiscencia como yo. Ni nadie después de mí puede decir que ha visto el rostro de la muerte de tantas y tan variadas maneras, desde el éxtasis orgásmico de las novicias hasta la sonrisa agusanada de las calaveras. Consigno aquí esta historia (especie de diario de una época desquiciada, que pudo ser escrito por mí, por cualquiera, por ninguno) para conjurarla y evitar su inútil repetición, si acaso no es el tiempo un anillo cuyas caras se comunican por un misterioso azar, para mayor gloria del Altísimo y su madre de mil dulces rostros. Lo que ocurre aquí no debe repetirse porque ya lo hace dentro de mi cabeza noche tras noche.
Os dejo penetrar en mi vida, pues, y acallo mi lengua, ahora sólo autorizada para el canto de loas y maitines. Salud.

I
Esa mañana habíamos recogido el último cadáver y estaba particularmente hinchado. Tanto, que cuando el vigía lo detectó creyó que era un hatajo de ropa de los que dejan caer los gitanos vagabundos en muchas ocasiones. Cuando los ojos saltones del muerto nos miraron supimos que se trataba de otro ajusticiado. Uno de nuestros Hermanos, novato en estas lides, lloró de consternación al comprobar que sus manos, atadas a los pies, dejaban adivinar el forcejeo de aquél que despierta en medio del Gran Río, sereno y caudaloso. Nadie quiso tranquilizarlo porque es más fácil si se acostumbra por su cuenta a la idea de no ser el mismo después de presenciar esta pena de muerte. Tal vez las nuevas leyes deroguen esta absurda costumbre de dormir a los criminales antes de arrojarlos a las aguas. Al hermano novato todavía le falta la prueba (más terrible) del ahorcado, cuyos ojos se apagan con frenesí y su miembro endurecido es una herramienta sin fin. Si no fuera por nuestra Hermandad, el Gran Río sería un canal pestilente, un túnel hacia el Hades de la tristeza. Y un foco efervescente de epidemias. Hace unos años, la soberbia me tomó en sus brazos ordenándome suprimir La Hermandad que dirijo como venganza a los insultos de los ichbiliahni, que recordaban mis excesos del pasado sin piedad:
—¡Hipócrita! ¡Fariseo!, —me gritaban, sin saber que mi trabajo los mantenía alejados del aire que ennegrece la sangre y carcome las pieles más sedosas, que sin mi trabajo la peste que asola otras ciudades menos afortunadas hace tiempo habría hecho estragos en la nuestra. Si me hubiera dejado arrebatar por la soberbia, como antaño, hoy Ichbiliah sería la necrópolis más grande del planeta. Porque hay que recordar que una ciudad no la forman sus murallas ni sus casas ni siquiera sus monumentos y sus iglesias, sino el número de brazos dispuestos a protegerla, y eso no sería posible en una ciudad llena de enfermos y apestados.
Creo, por el contrario, que nunca he sido hipócrita. Mucho menos ahora, cuando mis fuerzas están dirigidas a hacer de nuestra Hermandad la encargada de dar los últimos pasos al lado de los condenados y los suicidas. Así como mi cuerpo vagó tantas noches por las estrechas calles de Ichbiliah en busca del regazo aún no usado de las doncellas para hollarlo como el pájaro holla la fruta madura; y a causa de la búsqueda de esa virgen que la celestina de turno tuviera amansada con las más inverosímiles zalemas («el néctar que probarás, hija mía, borrará de tu mente todo árido pensar, y ninguna lectura, por fantasiosa que sea, logrará hacerte subir tan alto y sentir tan hondo», inventaba la vieja ladina); a causa de esto, repito, mis piernas anduvieron calzada tras calzada prestas a trepar, sin alma y sin miedo, buscando la inocencia de la novicia y el almizcle de un sexo sin usar; asimismo mi espíritu recorre ahora la ribera del río, los ojos muy abiertos, escudriñando el paradero de algún desdichado harto de vivir como el toro de la plaza sin saber cuándo, ni cómo, ni dónde.
Mi trabajo es ingrato, lo sé; pero satisfactorio. Porque sólo uno que haya visto tan de cerca el amor y la muerte, puede acceder a la visión de un alma condenada ascendiendo al cielo, recibido por ángeles y Tronos poderosos que mantienen la mirada fija en el Señor. Lucho, no obstante, contra mi vanidad para evitar sentirme el elegido para ir a lo más hondo del Infierno y luego mantener trato con los querubines. Es la humildad lo que permitía mi transformación. De todas las cosas emanaba un olor a santidad que me indicaba que iba por el camino correcto, que mis desvelos a la orilla del Gran Río tendrían su recompensa en el Paraíso que nos ha sido prometido. Y por ello yo soportaba los rigores de mi trabajo con la alegría de quien cuida de un rosal. Todo iba según lo acordado hasta esa noche. Esa noche en que recorría la orilla en solitario, sin más compañía que el sonido de mis pasos sobre la calzada y mis pensamientos cuyo redoble me sumía en una ceñuda meditación. Dejaba que mi cara sintiera el frescor que suelen los ríos proporcionar a los hombres en las regiones particularmente cálidas. El verano era mucho más prieto sobre todo a la luz láctea de la luna, que flotaba sobre la superficie del agua con la misma inmoralidad como se derramaba sobre mi sombrero, mi capa y mi bastón. A cada paso mío, mi sombra se adelantaba durante un mínimo instante sólo para calzar perfectamente con la forma de mi bota. La orilla del río chocaba con las defensas y los horcones de madera que delimitaban el cauce fluvial. Eso solamente, y nada más.
Cortada por el brillo del astro, una figura toda blanca apareció delante de mí y me sacó bruscamente de mis cavilaciones. Se balanceaba con suavidad, como si formara parte del viento. Mil pensamientos pasaron por mi cabeza, el primero de los cuales fue decididamente religioso: aquella figura era la Virgen de La Macarena que, para premiarme, se me aparecía ofreciéndome su protección. Por un instante creí lavados todos mis pecados; incluso creo que llegué a gritar,
—¡Guapa, guapa, guapa!,
antes de percibir que, a juzgar por el atuendo, sería un alma en pena, un ser venido de los más profundo del horco, quizás alguna de esas pobres diablas que tuvieron la mala suerte de conocerme cuando aún mi cuerpo vagaba ávido como vampiro, zorro en la cueva.
Temblé.
Una especie de rayo estremeció mi piel y, rápidamente, mientras me iba acercando, agucé la vista, no fuera a ser que su rostro me recordara a alguien y, gritando su nombre, obtuviera de este espíritu penitente un poco de clemencia.
—¡Te exijo que me digas quién eres, espectro!,
aullido inútil porque muy luego reflexioné que bien podría tratarse de uno de esos elfos o espíritus de los ríos que, enojado por mi empeño en rescatar los cuerpos exánimes de las aguas, venía hacía mí con la intención de que lo acompañara al lecho fluvial para siempre. Mis piernas se dirigieron con paso firme hacia la figura, a pesar de que tiritaba a causa de mis pensamientos.
Que me tenían muy ocupado, pues no fue sino hasta ese momento cuando me percaté de la pérdida del farol que me alumbraba. La claridad se debía solamente al brillo intenso de la Luna. De lo cual concluí que me enfrentaba a un espejismo lunar, tan parecidos a los que el sediento experimenta en el desierto por los efectos de los rayos solares. Convencido de ello, una melodía marinera llegó hasta mis labios, más rápido que a mi mente:

—Cuelga el cuello de la horca
como cuelgan las banderas,
llora huerco el marinero
cuando ya no ve fronteras...

Apenas pude recitar los primeros versos, porque al punto unas campanitas tintinearon, con lo cual deseché la idea del espejismo. Alguien vestido de blanco se balanceaba a la orilla del río y tañía campanitas. ¿Era el fantasma de alguno de mis muertos que regresaba para atormentarme?
Al volver en mí, calculé que ella estaría lo menos a cien codos de distancia, porque tantas cosas no se pueden pensar en tan corto espacio. Muy cerca de ella, un acontecimiento me paralizó por completo: la mujer, sin dejar de balancearse, giró la cabeza, o me miró con sus ojos brillantes, amarillos como de conejo enfurecido, y esbozó un principio de sonrisa antes de dejarse caer en el río. Tarde comprendí que esa mujer se suicidaba, aunque a mí me pareció que regresaba a su lugar de origen, cual si fuera una sirena. Esperé un instante verla nadar hacia la oscuridad, pero tardé demasiado en darme cuenta de que pedía auxilio ante la proximidad de la muerte.
Solté el bastón, dejé caer mi capa —mi fina capa de paño verde— y me lancé al agua. Tras un forcejeo, logré salvarla de las corrientes internas del río, ese asesino recatado. Al colocarla sobre el suelo aún estaba inconciente así que, para protegerla del castigo que implica el suicidio (por este intento un juez la condenaría a vivir en un convento el resto de sus días), la cargué en mis brazos y la llevé en mi carruaje al Alto de meditación que preservo por los lados de la plaza de toros. La tela blanca de su túnica se pegaba a ella y parecía una escultura a la que le diera el aire. Aún en esas circunstancias mi lascivia no amainaba, y mientras la escondía disfruté de sus muslos firmes y de los pezones enormes que sobresalían por entre las telas mojadas. Tantas veces cargando con los pesados cuerpos de los ahogados me hicieron sentir que en vez de una mujer desmayada trasladaba a un pajarito que hubiera chocado contra una pared. Húmeda y todo, pude percibir que su aroma me hablaba de una mujer venida de muy lejos, lo que ya suponía, porque ninguna de nuestras muchachas sería tan tonta como para lanzarse al río en busca de la muerte sabiendo que, si sobrevive, el castigo es mil veces peor que perder la vida.
Al sentirla segura en mi lecho, envuelta en mantas y respirando apaciblemente al calor de la pequeña chimenea, pude detallar su rostro bello y extraño. Respiraba con poca dificultad, y entre sus labios abiertos pude observar unos dientes desalineados que en su cara no lo parecían. Eran alucinantemente feos. De inmediato comprendí que éste era uno de esos rostros cuyo mérito radica en la frágil y milimétrica posición de unos cuantos elementos sin gracia al lado de enormes trazos de belleza en estado puro. No en balde en mi vida de truhán fui considerado un maestro en la descripción exacta de cada mujer, bella si se sabe degustar. El rostro de ésta, podría decirse, era perfecto en su imperfección, horriblemente hermoso. Por la concentración sentí vivos deseos de probar sus labios, pero el amargo recuerdo de mi pasado me sostenía con crueldad, a pesar de mi tendencia natural a aprovechar situaciones así. Su respiración invitaba a libar.
De pronto, tocaron la puerta.
La habitación donde estábamos se convirtió por obra de ese sonido en una jaula donde ella y yo estábamos atrapados, porque no había un lugar propicio dónde esconderla a ella, y si alguien había visto cómo se lanzó al agua y cómo yo fui detrás de ella para salvarla, estaríamos sin duda en grandes aprietos. ¿Quién tocaba la puerta? ¿Acaso a esa hora de la noche había ciudadanos merodeando por la ribera del río, tal como lo hacía yo buscando los despojos de la gente que no quiere vivir más? También podría tratarse de un compañero de la Hermandad, pero en ese caso tendría que dar otro tipo de explicaciones. O gastar algo de dinero comprando su silencio. La habitación donde estábamos se convirtió en una jaula de oscuros presagios.
Volví bruscamente a la realidad y el peligro que esta pobre mujer y yo correríamos si lo ocurrido se hacía público. Mi primer impulso fue apagar la vela al lado de la cama. Tal vez la oscuridad espantaría al visitante, pero deseché la idea porque seguramente ya habría visto la luz desde afuera. Así que me levanté asido a mi espada y pregunté,
—¿Quién es?,
sin abrir la puerta ni acercarme mucho. No había manera de esconder a la mujer que seguía dormida, porque mis mermados recursos sólo me permitían tener un Alto de una sola estancia, suficiente para mí cuando vengo a meditar pero demasiado inapropiado en este momento.
—Soy yo, don Juan. Soy Gerónimo. Vi luz y quise venir para saber si algo se le ofrecía. Ábrame.
Era mi criado. Medité un momento y abrí. La escena perturbó inmediatamente a Gerónimo, típica reacción de un natural de Marinadela; sus ojos casi se salen de sus órbitas al ver cómo subía y bajaba serenamente el pecho de la que dormía, pero de inmediato lo disimuló. Yo encendí otra vela para poder verle la cara. En eso, la mujer comenzó a despertar. O fue lo que supuse porque empezó a murmurar algo inentendible. Gerónimo se sentó con insolencia a esperar una explicación. Un poco airado por la actitud desafiante del criado contesté:
—Sabes que eres el sirviente más antiguo que conservo, desde mi conversión. Mi agradecimiento hacia ti es infinito (te lo he dicho tantas veces ya) por ofrecerte a ayudarme en la Hermandad. Los grandes filósofos de que me has oído hablar se refieren a las personas de tu condición como los simples; tienes suerte de ser uno de ellos. No debe de ser algo sencillo, porque las cosas no siempre tienen una explicación fija. Es algo que nunca podré hacer. Entre tú y yo hay años de amistad que no ha sido razón suficiente para que me dejes de ver como tu amo y de sentirte mi siervo; eso tiene que mantenerse. Somos una especie extraña de hermanos, Gerónimo, y quiero que sepas que te tendré a mi lado. Hoy, sin embargo, ha sucedido algo que nos unirá por siempre. Esta mujer se lanzó al río y no lo debes repetir. Hay una cierta clase de piedad que sella nuestros labios, y por eso es muy importante que nadie se entere de lo que ocurrió esta noche. Si tienes algún respeto por el nombre de mi familia, mañana esto no existirá en tu mente.
Gerónimo partió en silencio y no sé si entendió algo de lo que le dije o se iba con el corazón ofendido: el buen nombre de mi familia estaba involucrado y eso era suficiente para él. A su manera, cree ser parte de mi linaje.
Ya a solas, volví a la muchacha que deliraba, hirviendo en fiebre. Puse algunas compresas en su frente y me senté a esperar. Al rato, escuché pasos de caballo y un carruaje: al asomarme vi a Gerónimo que me esperaba a la entrada del edificio. De él bajé con la mujer en brazos. La monté con cuidado y partimos. Mi sirviente no volvió a pronunciar palabra ni esa noche, ni muchas noches después, en lo que yo interpreté como una clara manifestación de protesta. Al parecer, también los sirvientes saben cavilar en la soledad de sus mentes.
Gerónimo condujo el carruaje hasta la olvidada casa de recreo que mi madre solía utilizar en Marinadela, apartado rincón de Ichbiliah donde había nacido mi criado. Desde la muerte de mamá ya casi nadie visitaba la casa, mi sirviente sabía que era el sitio perfecto para esconder un par de días a la muchacha. Gerónimo la cuidaría y yo podría regresar a la Hermandad. A recoger los cadáveres del río.
Cuando la muchacha volvió en sí, había un consomé esperando por ella en el caldero. Me miró y volví a ver los ojos brillantes que me paralizaron a la orilla del Gran Río. Le sonreí un poco, con la intención de despertar su confianza; mas esa noche no habló. Después de un forcejeo que no podía ser sino manifestaciones de un cuerpo debilitado y hambriento, accedió a quedarse hasta el amanecer con Gerónimo y yo pude volver en el carruaje hacia la ciudad. La noche no había concluido, todavía podía haber un desdichado necesitado de ayuda, hinchado, flotando en la superficie del río como una nube que se deslizara por un cielo aceitoso y maligno.
Al día siguiente, la encontré en el portal, afanada con un rosal a punto de desaparecer. Levantó la cara sonriente empapada en sudor, y nada más. Gerónimo la miraba con desconfianza porque por esas tierras la superstición dice que quien se salva de un suicidio tiene relaciones con el Diablo. Sin embargo, no protestó cuando lo comisioné a quedarse a velar por su seguridad. Le di dinero y le expliqué que ya en Ichbiliah su familia la buscaba. Por lo que pude tratar con el padre, no se trata más que de un infiel de Bagdad cuyo único propósito es encontrarla para aplicarle lo que la Ley recomienda a las hijas fugadas: amputarles una mano y extirparles los ojos.
—Madurah-al-Lilaj la he llamado y es mi primera semilla, pero Alá es más grande, más fuerte y más poderoso, y debo obedecer las leyes de mi país, si la encuentro no debe contemplar nunca más la luz del sol, porque se ha convertido ya en una bruja y eso la vuelve peligrosa, —me dijo airado. Al parecer la chica no estuvo nunca de acuerdo con los preceptos del Profeta y había decidido —¿es posible tal aplomo en una infiel?— largarse a buscar la vida en el mundo cristiano. Pero a juzgar por su intento de suicidio las cosas no habían ido como esperaba.
La conseja popular reza que cuando un infiel muere en el regazo de un cristiano, muere cercado. Quizá ella quería morir alejada, libre del castigo de la ceguera y el estigma de la intolerancia. Cuadrillas de la Hermandad dragaron el Gran Río, porque yo insinué que podría yacer en su lecho. Esa treta nos hizo ganar tiempo. Sólo pudimos sacar al último criminal ajusticiado, que tenía las marcas típicas del que se despierta en el fondo de las aguas. Siempre parecen como si hubieran mantenido una agria pelea con los gatos del río, anfibios y de uñas afiladas. Pronto se cansaron de buscar a la muchacha y, desconsolado por desobedecer la Ley, el padre tuvo que regresar a la ciudad maravillosa. Madurah-al-Lilaj estaba a salvo de la severidad de su padre y la crueldad de mi gente.
A salvo y conmigo.

II
Me aficioné a ir por las tardes con víveres y dinero a mi casa de Marinadela, sin cruzar palabra con ninguno de los dos, ni Gerónimo enfadado ni Madurah-al-Lilaj de verbo gutural. Me conformaba con atender los secos y montunos reportes del sirviente, a seguir la melodía infantil que Madurah-al-Lilaj no cesaba de murmurar en su lengua misteriosa, conforme caía el sol, y a ver crecer cada vez más hermoso el antiguo rosal de mi madre, cuidado ahora por las expertas manos de la mujer mora. O contemplaba oculto a la muchacha revisando los libros femeninos que solían distraer a mi madre.
—¿Es que sabe leer?
A mi décima visita descubrí a Madurah-al-Lilaj recorriendo los pasillos de la casa. Se acercó y sacó uno de los libros de mi madre y dijo:
—Más libros.
—¿Por qué no habías dicho que sabías hablar castellano?
—Nadie me lo había preguntado, —contestó sin mirarme.
Al día siguiente llevé dos baúles llenos de historias, donde casi siempre había una maléfica hechicera hundida en los infiernos por el gallardo caballero, Amadís, Gandolín, quién sabe. A veces subía a una colina cercana a ver los sembradíos que se extendían por toda la comarca —y meditar.
Tenía mucha suerte si desde lejos, sentada en el pórtico, Madurah-al-Lilaj me vigilaba con el misterioso silencio que siempre guardó. Durante meses repartí mi tiempo entre Ichbiliah y mi casa campestre, que al poco tiempo se convirtió en el sitio de mi alegría. Regresaban a mi espíritu contenturas que creía perdidas. No me refiero a las pueriles alegrías que cosechaba cuando el amor daba sentido a mi vida, ni la emoción que sube hasta la cabeza cuando un adversario blande frente a nuestro rostro la espada que puede atravesarnos, no; ni me refiero a la viril satisfacción de enumerar los coños que se han rendido ante la fuerza de mis brazos y la potencia de mis nalgas, ni siquiera a la más vanidosa de todas las alegrías, la de saber que mi intelecto supera con creces las cortas ideas de mis contemporáneos. No. Las contenturas que volvieron a mi espíritu con las visitas a Marinadela eran de otra naturaleza, quizás más parecidas a la alegría del recién nacido ante la teta de la madre y la del niño que siente que la luz del sol en la mañana lo acompaña en forma de enanos que juegan con él y lo cuidan. Por momentos creí vislumbrar la pureza de un amor que nace sin ninguna atadura y con la sola esperanza de hacer feliz al prójimo, quienquiera que éste fuese. Después de tantos años vagando por los techos de las casas se había descubierto ante mí, con espontaneidad, que la auténtica razón de mi búsqueda era ésa, y que el pobre ensayo que significaba trabajar en la Hermandad apenas era un pálido reflejo de lo que en verdad conformaba el sentido de mi vida. ¿Era la naturaleza? ¿La paz? ¿Hacer el bien a una desconocida lo que me ponía en este estado de ánimo? No quería reconocer lo obvio y entonces no supe dar un canal amplio a lo que se desarrollaba dentro de mí.
Para la chica era diferente. Aún no podía tener conciencia de lo que estaba por ocurrir. Ella se acercaba a mí paulatinamente, yo lo sabía —ciertas tretas no se olvidan, a pesar de mis años—. En algún momento pude detectar que se había establecido un nexo entre Gerónimo y ella. Era comprensible, ya que ellos vivían prácticamente solos. Sin embargo, ordené a Gerónimo buscar compañía femenina para Madurah-al-Lilaj, no me fiaba de él. A los días llegó Urraquilla, joven y tersa como colibrí.
Al principio, no se gustaron. Madurah-al-Lilaj se encerró en su habitación y sólo salía a cuidar sus rosas. Esto preocupó a Gerónimo que también se cerró en su mutismo y dejaron a Urraquilla aislada. Pero la niña era tan simpática y tan perseverante que varios días después escuché las risas de Madurah-al-Lilaj y Gerónimo en trenza con la risa en staccato de Urraquilla.
Mi acercamiento a Madurah-al-Lilaj aumentaba. Ella empezó a acompañarme a la colina, en silencio. Ocupaba el lugar desde donde divisaba toda la comarca, y ella se mantenía alejada, jugando con las margaritas, leyendo alguna loca historia. Intentando establecer conversación, le dije:
—De todas las flores, las rosas rojas son mis preferidas. Son los únicos labios que siempre están abiertos.
Me pareció una frase perfecta para engancharla en una conversación.
—En mi país hay flores que tienen sus labios abiertos todo el año, y flores que esconden los suyos en lo más íntimo de su tallo y otras que con sólo rozarlas se cierran y nunca más vuelven a abrir sus pétalos porque han perdido la confianza en el mundo y sus cosas.
—¿Tantas flores bellas hay en tu país?
—Más de las que pueda imaginar.
—Ya quisiera yo tener flores hermosas de tu país todos los días, flores como esas rosas rojas que nunca cierran sus labios.
Madurah-al-Lilaj esbozó una sonrisa diminuta y no contestó. Pero para mí fue suficiente prueba de que el camino que había emprendido llevaba a un tesoro que ya conocía. A pesar de que ella no contestó inmediatamente, pronto vi transformarse el jardín de flores amarillas, blancas y rosadas en una colección uniforme e inmensa de rosas rojas, sembradas de tal manera que en verdad parecían un huerto de labios. Desde entonces, cada vez que iba a Marinadela, encontraba sobre mi escritorio una rosa roja, que de inmediato colocaba en un ojal de mi capa, como ósculo de Madurah-al-Lilaj. Estos paseos eran los únicos que me ayudaban a transmutar tantos ojos inyectados por la asfixia y el dolor, tantos ahogados tragados por el Gran Río, tantos recuerdos que roían mis pensamientos. Ya no quería ser truhán ni quería ser santo.
Urraquilla y Gerónimo trataban de no darse por enterados, aunque ya había oído rumores en el mercado —siempre a mis espaldas—. Se decía que el pío señor de Marinadela tenía un serrallo con el que se solazaba y practicaba aquelarres al calor de las hogueras de la noche. ¿Qué podía importarme lo que pensaran esos villanos? Se abría, por una vez en mi vida, un territorio distinto al gélido aliento de la muerte o el desmayado suspiro de la seducción: llamaba al cielo y, sin merecerlo, recibía respuesta en cada rosa roja que pendía de mi capa. Y nada más, nada más me importaba.
En el pueblo hallé algo que compré para ella: un labrado cofre de madera con un crucifijo, una pluma, tinta y un libro para escribir dentro.
—Con esto no te aburrirás.
Lo miró con sensatez y dijo:
—Creo que no. Gracias.
Mientras Gerónimo contaba algún suceso del pueblo a Urraquilla, Madurah-al-Lilaj abría su libro y empezaba a escribir, primero en sus trazos árabes y luego en alfabeto nuestro; ¿qué anotaba? A veces tomaba uno de los libros que leía y transcribía algunos párrafos.
—¿Para qué los copias, si ya están en el libro?, —le preguntaba. Y ella respondía que le gustaba que ciertos pasajes la acompañaran, así podría leerlos sin necesidad de ir cargada de libros.
—¿Y si los memorizas?, —le sugerí, y me miró con la misma indulgencia con que yo miraba a los ahogados en el río.
Otra tarde la descubrí pegando en el libro pétalos circulares de rosas rojas. Los círculos eran muy similares a las figuras geométricas que cubren las mezquitas que he conocido, y que sustituyen los lugares donde, si fuera una catedral, brillarían las figuras adorables de la Virgen y de Cristo. Madurah-al-Lilaj, sonrojada, quiso ocultar lo que hacía y mi sonrisa sólo fue superada por la dicha que sentí al saberla pendiente de mis actos.
Esto me infundió valentía y, una noche, decidí pernoctar. No dormí nada, porque la idea de ir hasta su cuarto me abrasaba. Pero preferí ceñirme a mi almohada y pecar con ella. Y debo confesar, toda la verdad sea dicha, que a pesar de que habían transcurrido muchos años desde mi conversión aún supe manejarme con destreza en la adoración rítmica y martirizante del poderoso Onán. El dios de los solitarios respondió a mis ruegos y muy pronto permitió que la figura desnuda de Madurah-al-Lilaj apareciera en mi mente para ofrecerse junto a mí a las convulsiones que Onán produce en los solipsistas. Después de desahogarme, cuando ya el pecado me cubría, pude dormir a pierna suelta, livianito, livianito —y desfogado—. Pensando en Madurah-al-Lilaj, soñando con Madurah-al-Lilaj, abrazado a Madurah-al-Lilaj, siendo Madurah-al-Lilaj.
Mis estadías en Marinadela se hicieron cada vez más largas; y paulatinamente me mudé allí. La única que hablaba libremente (y en abundancia) era Urraquilla, que también se encargaba de buscar los víveres y mantener relación con la gente del pueblo. Madurah-al-Lilaj se convirtió en mi obsesión. Se me pasaban las noches temblando de claro en claro y los días delirando de turbio en turbio; creí enloquecer. Había ignorado, tal vez por la falta de práctica, los preceptos de todo engañador: nunca mirar a los ojos a la víctima, asestar el golpe contundente como rayo que cae y jamás, bajo ninguna circunstancia, sentir compasión por ella. Ninguno de esos preceptos condujeron mi conducta y quizás por ello Gerónimo me miraba con cierto desdén, porque estaba acostumbrado a verme actuar con mi antigua personalidad.
Una noche de luna redonda, algo sucedió.
Había tomado la costumbre de dormir mirando hacia la pared, para obligarme a conciliar el sueño que iba y venía a su antojo. Me aburría permaneciendo en el letargo, sin dormir, sin pensar, sin estar allí. De pronto sentí una mano que me acariciaba levemente una oreja. Entonces creí que se trataba de otra alucinación, producto de las pocas horas en las que podía conciliar algo de sueño. Pero no estaba dormido, y preferí disimular, a pesar de que mi corazón saltó tanto que se escuchaba. Un cuerpo se recostó a mi lado y me abrazó tiernamente. Sin dejar de acariciarme, susurró:
—Todos los labios quieren besar siempre.
Me sentí violento por un instante, porque tantos años yaciendo solo en mi cama me habían arrebatado la costumbre de compartir mi lecho, la primera de las virtudes de una persona piadosa. Madurah-al-Lilaj estaba a mi lado y yo me sentía como una de esas rosas que tanto cuida en el portal. Asombrado de temblar, a pesar de haber sido un verdugo, me volteé y empecé a besar aquel cuerpo tantas veces imaginado; sus senos se me ofrecían como fresas maduras, su vientre estaba tensado por lonchas de guanábana, sus hombros eran la semilla del aguacate y su sexo era un níspero del nuevo mundo.
La del alba sería cuando se levantó sigilosamente y regresó a su cuarto. Yo no dormía y no lo volví a hacer. La luna de esa noche fue generosa conmigo y no se ocultó ni siquiera cuando ya el sol entregaba sus primeros rayos y los gallos empezaban a cantar. Me acompañó fielmente hasta que —sin poder resistir más— me venció el cansancio y me prolongué en la cama toda la mañana, risueño como un bebé.
Madurah-al-Lilaj actuó como si nada hubiera ocurrido y a mí el comportamiento me pareció apropiado, no era bueno que los sirvientes supieran tanto sobre los señores. Estaba fascinado ante el descubrimiento de su cuerpo incandescente. Sólo en ocasiones en que andaba particularmente excitado, me figuraba que lo que estaba sucediendo sólo se desarrollaba en mi cabeza, y que mi imaginación estaba jugándome una pesada broma. Pero al comprobar el aroma de la piel de la muchacha sobre mi propio cuerpo cada noche, al recoger el almizcle de su sexo de entre los pliegues del mío, no cabía más duda, y volvía a ser feliz. Esto se mantuvo así durante un tiempo imprecisable. Me volví más silencioso, pero Urraquilla y Madurah-al-Lilaj cogieron nuevos bríos; trabajaban y conversaban todo el día. A veces eran atormentantes tanta alegría y tranquilidad juntas, cuando al mismo tiempo mi cuerpo se templaba de sólo saberla cerca. No tuve cabeza sino para pensar en la caída de la noche.

La caída de la noche era el comienzo de otro mundo distinto, el inicio de mi cabalgata por la suave pradera que era la espalda de Madurah-al-Lilaj, la sorpresa ante la curvatura de sus nalgas y el divertimento de verla morder la almohada para no gritar. Y luego, los momentos de modorra, abrazados, enlazados como trinitarias; la voz susurrante de Madurah-al-Lilaj que me hablaba en árabe y me decía —yo lo entendía, no sé cómo— todo lo que me amaba, voces ocultas, dulces confesiones. Cada noche era para mí el verdadero mundo, lo que había esperado encontrar durante años y que me había ganado —lo sabía entonces— expurgando mis pecados. Cada noche venía Madurah-al-Lilaj y, con ella, la felicidad.
También sus lecturas se intensificaron, se inclinó con más ahínco sobre sus anotaciones. Aunque aún no sé explicar por qué, esta lujuriosa relación con los libros y sus propias palabras me encelaban mucho más que las conversaciones y las risas con Urraquilla. Tal vez porque esas noches en mi cama también eran una combinación obscena de sexo y palabras, palabras en una lengua que no entendía pero que me explicaban las cosas del mundo que nunca pude comprender. Cuando Madurah-al-Lilaj dejaba de leer alguno de los libros que continuamente le traía, yo caía sobre él, buscando una señal, alguna explicación extra; buscaba lo que esas páginas le daban a mi amante y que no encontraba entre mis sábanas. ¿Por qué con Urraquilla no ocurrió eso? Tal vez porque la niña —dicharachera hasta extremos inconcebibles— no escondía nada detrás de su perorata, porque era cristalina y joven como sólo un inocente lo puede ser. En cambio los libros —y sus anotaciones, sus malditas anotaciones— escondían en sus páginas blancas palabras que creaban símbolos más fuertes que nuestros propios cuerpos engranados. El rostro y la concentración de ella cuando leía o escribía semejaba, en mi delirante cansancio, un gesto de éxtasis mucho mayor al que la embargaba cada noche cabalgando sobre mis muslos. Maldita la hora en que la dejé leer con tanto ahínco. Incluso me pareció que a medida que pasaban los días su fogosidad disminuía y mi desespero crecía cuando la veía experimentar placeres delante de los libros que no había observado en otras circunstancias más normales.
—Te vas a volver loca de tanto leer, —le dije una tarde, tratando de contener mi desesperación.
—No son las horas del día las que me volverán loca, —me contestó mirándome con sus ojos brillantes y amarillos como de conejo enfurecido, pero con una lascivia que templó mi cuerpo hasta que en la noche ella misma se encargó de destemplarlo con su lengua.
Ay, la lengua de Madurah-al-Lilaj, su lengua tibia y resbalosa. Por su culpa de nuevo se me pasaban las noches temblando de claro en claro y los días tiritando de turbio en turbio; creí que ya había enloquecido.
Una de esas noches en que estaba más excitado que nunca, ella no vino a mi lecho. Y así la siguiente noche tampoco, aunque traté de entender que ella debía descansar. En la siguiente me quedé insomne como una estatua que estuviera sin acabar.
Y en la otra la pasé con fiebre y delirios.
Y la otra en que lloré a mares.
Y otra más sin ella.
Y otra semejante.
Y así pasó.
Siempre.
Igual.

III
Desesperado, bajé hasta la habitación de ellas y las hallé, muy juntas durmiendo abrazadas. Allí estaban, Madurah-al-Lilaj y Urraquilla, tendidas como dos crías recién nacidas, durmiendo como si estuvieran muertas. Me acurruqué en un rincón y me quedé mirándolas, sin hacer nada, sin pensar, sin sentir. De pronto, una mano se movió debajo de la sábana y se perdió en una oquedad que yo no podía ver. Hacía un calor pegajoso, quizás las lluvias del otoño ya estuvieran acercándose. Pero esa circunstancia del clima fue mi perdición porque ellas no tardaron en deshacerse de la sábana y dejar sus cuerpos desnudos bajo la luz de la luna, que volvía a estar llena. Era como si ella estuviera empeñada en presenciar todos los acontecimientos entre Madurah-al-Lilaj y yo, y ahora que recuerdo me pareció que durante esos días, esos meses, la luna nunca dejó de brillar, como si hubiéramos caído en un rizo temporal que nos hacía ir del día a la noche, pero siempre en el mismo día y la misma noche. ¿Acaso fueron las divinidades del Gran Río las que nos hicieron experimentar este fenómeno? Lo cierto es que la luz lunar se regaba por el torso de Urraquilla de la misma manera pastosa como lo hacía por Madurah-al-Lilaj.
Ambas parecían tener una destreza especial en el juego de la cama, porque cambiaban de posición casi sin producir ruido ni entorpecer las extremidades de la otra, como si se tratara de un animal de ocho extremidades que estuviera aseándose los lugares más íntimos y ello le produjera sumo placer. La lengua de Madurah-al-Lilaj encontraba su perfecta correspondencia en la de Urraquilla, que producía un delicioso sonido como de chupón que agregaba carnalidad a los lengüetazos. Tuve que aguzar mucho el oído para poder escuchar los gemidos de ambas, porque eran pequeños ronquidos que sólo estaban dirigidos a la otra y a nadie más. ¿Cómo ignorar que tantas risas, tantos secretos entre dos mujeres de esta clase debía significar lo que ahora presenciaba? A pesar del dolor que me producía la escena no pude dejar de excitarme, y allí mismo invoqué al dios Onán que nunca abandona a los solitarios. Entonces, en mi delirio, vi al Ángel de la Espada de Fuego que me consumía; vi grifos que bajaban conmigo hasta el Infierno; dos pequeños demonios me cargaban como en danza de la muerte; Madurah-al-Lilaj y Urraquilla residían en el séptimo círculo entre besos y caricias de níspero contra níspero. El animal en que se habían convertido Urraquilla y Madurah-al-Lilaj terminaba de asearse los orificios posteriores cuando de mi miembro explotó un alarido que me puso en evidencia. Ellas hicieron una breve pausa y con un grito de escándalo se separaron. Al dolor de la escena se le sumaba la vergüenza de mi vicio, porque mi mano se había llenado de resina inútil. Esto enardeció aún más mi dolor.
Ella se levantó con lágrimas. Por una de ésas ideas que aparecen en los momentos menos oportunos, pensé que el libro donde ella escribía no estaba por ningún lado y eso me pareció la prueba definitiva de su traición. Le pedí, no sé si a gritos, algún tipo de explicación, que me contara dónde había estado todo este tiempo si no era conmigo en la cama, qué era eso de Urraquilla, por qué yo estaba tan solo, cómo me había hechizado y ella se echó a llorar. Habló no sé qué de un diario enterrado en aquella esquina y un secreto y una cantidad atropellada de frases árabes que me irritaron. Habló de que la vida debe ser como en los libros, que el mundo está partido en muchos trozos y que ella y yo sólo podríamos coincidir en algunos de ellos. Como en los libros, todo debe encajar perfectamente y la última página sólo la palabra fin deja encerrados a los personajes que somos nosotros, dando vueltas en una historia que debe repetirse una y otra vez en la medida en que los ojos del mundo la leen. Y otra vez se lanzó con frases en árabe que a la vez sonaban como un salmo y una canción de cuna. La tomé por los hombros, la sacudí y ella atinó a gritar:
—¡Tuyas son las noches, mías las palabras, déjame en paz!, —suficiente para que mi ansiedad tornara en ciega cólera. Había olvidado que, además de haber sido un miserable seductor de ingenuas mujeres, también era famoso por mi destreza con la espada y la facilidad con que perdía los estribos. Había olvidado que en cuanto caía iracundo la sangre fluía hasta mis manos y sólo pensaba en cómo deshacerme de tanta furia concentrada en mis dedos. Había olvidado que podía llenar un cementerio con los cadáveres de los infelices que en algún momento, por un quítame de allí esas pajas, se habían atravesado en mi camino cuando mi furia era dueña de mi ser. Había olvidado todo eso justo hasta el momento en que mis manos se alzaron y tomaron el cuello de Madurah-al-Lilaj. Urraquilla se me echó encima echa una furia pero no tuve dificultad para deshacerme de ella. La tiré contra la pared y allí quedó, muerta o inconsciente. Con el escándalo, Gerónimo entró a la habitación y trató a su vez de separarme de mi víctima, pero también a él lo repelí con violencia, y creo que el borde de la cama acabó con su nuca.
El frágil cuello blanco de Madurah-al-Lilaj quedó a mi merced, y ella me miraba con ojos suplicantes, como si supiera lo que ocurriría después de que consumara mi venganza. Mis manos, que ya no me pertenecían sino que eran las extremidades de un demonio de firme voluntad, torcieron el cuello de Madurah-al-Lilaj en forma de L, sin ninguna dificultad ni contemplación. Ella se estremeció tres veces antes de colgar inerte delante de mí. Al instante supe lo que había hecho, porque cuando hubo muerto, el demonio que controlaba mis manos desapareció soltando agudas carcajadas que aún puedo escuchar. Corrí al rosal y lo destruí aún más iracundo, impotente con las nubes sobre mí; subí a la colina donde solía meditar y en un alarde histriónico levanté los brazos llenos de arena y antes de dejarme caer colina abajo, intentando suicidarme, vociferé sin garganta:
—¡Llamé al cielo y no me oyó, y pues sus puertas me cierra, de mis pasos en la tierra responda él, y no yo!
Rodé sin mayor peligro para mí y regresé a la casa. Madurah-al-Lilaj yacía muerta, desencajada. Exasperado, escarbé con los dedos el rincón y hallé el cofre que le regalara. En él, el detallado diario. Allí mismo leí, como en trance, toda nuestra historia, cada uno de los detalles que nos ocurrieron y las escenas más felices o lascivas. En ese diario estábamos ella y yo abrazados, la lengua inquieta de Urraquilla echando cuentos o lamiendo pieles, la cara adusta de Gerónimo, las murmuraciones de la gente, los cuerpos inertes de los ahogados y el semen último de los ahorcados; los delirios de mis noches. Allí Madurah-al-Lilaj contaba toda mi vida anterior, cómo engañé, timé y robé virgos en conventos, tabernas y palacios, cómo atravesé con mi espada el corazón ofendido de padres, hermanos y primos, sedientos de venganza una vez que yo me burlara de sus hembras; allí se contaba de cómo fui rey en un pueblo de la India —todas las vírgenes fueron mías—, pordiosero en la frontera de Pakistán y cerdo favorito de un emperador chino; a cada palabra, que quemaba mis ojos como una vez la lengua de Madurah-al-Lilaj quemó mi piel, un nuevo tipo de delirio se escapaba de mi cerebro expulsado por las puntas de mis cabellos y era como una alucinación de los cuentos orientales; era como si en cada página en vez de palabras hubiera láminas animadas contando mi historia, nuestra historia. Y comprendí que los pétalos circulares no eran adornos de una mente infantil, sino los puntos de separación entre una anécdota y otra, los muros de contención que mantenían cada imagen móvil dentro de sus límites; y todo eso me pareció producto de una forma oscura de magia. ¿Es que ya venía el diablo a llevarme para hacerme pagar con fuego toda la maldad que he sembrado en el mundo?
Pero no sólo el pasado estaba consignado en ese diario. También hechos que ocurrirían dentro de muchos años y sucesos de inminente manifestación y que me concernían se combinaban sin un orden preciso, como si ella los hubiera ido escribiendo a medida que se aparecían en su cabeza, el futuro, el presente y el pasado haciendo una trenza de palabras en ese diario que parecía por momentos tener vida propia: mi bondad, ella agarrada de la mano de ese muchacho y él rogándole que se fueran a un lugar más solitario, y tú con ganas de decir que sí, pero tu mamá, y tus tías, y todas tus amigas, y la vecina, y las monjas y los hombres pululando a tu alrededor, la boda y los hijos y todo lo demás y el carmín en una camisa, el asesinato de Kennedy, la explosión del Challenger, ¿los quinientos años del descubrimiento de América?, la risa de Urraquilla, las rosas rojas, la nacionalización del petróleo, la guerra de los siete, treinta o cien días, quién sabe, los ahogados en el Gran Río y las obras de beneficencia; el cura clandestino para el matrimonio mío con Madurah-al-Lilaj, la complicidad de Gerónimo, nuestro amor, los malestares prolongados después de cada noche nuestra, y la confirmación del embarazo, mi desaparición y mi vuelta, la esperanza de entregar en mis brazos una hija, una niña de labios rojos como las rosas y ojos verdes como mi capa.
El diario, finalmente, hablaba de mi furia y mis celos, de mi incapacidad para contener la violencia que llevo dentro de mí. Luego de esa vorágine de figuras pululando dentro del diario, nada. Las páginas vacías y torcidas, en forma de L, como el cuello de Madurah-al-Lilaj.

IV
Ichbiliah duerme.
El Alto de la plaza de toros da hacia el Gran Río. Hay una luna redonda y clara. Un hombre pasa frente a mi ventana, se detiene, sigue su camino. Procuro que no haya nadie cerca. Calzaré mis botas verdes, ceñiré mi espada y tomaré mi bastón. Me embozaré en mi capa esmeralda, de ella penderá una rosa roja, marchita. Alguien vestido de blanco se balanceará a la orilla del río, cantará una melodía misteriosa y tañerá campanitas. Cubriré el cuerpo de Madurah-al-Lilaj con un manto bordado. La tomaré en mis brazos y descenderé con ella hasta un lugar donde no haya gente, donde el mundo no se divida tantas veces. Llevaré conmigo su diario, en el que anoto estas últimas palabras, que acompañan cada comentario, cada dibujo, cada detalle adherido, trastornando el sentido de cada frase.
El libro, Madurah-al-Lilaj, ha enloquecido con la fúnebre oración que he dejado en la última página, la oración que ya no reza por mí nadie, ni Gerónimo, ni la cara asustada de Urraquilla. Dirán en Marinadela que el diablo me vino a buscar, y guardarán silencio. Nadie hará preguntas, no habrá curiosos. Dirán muchas cosas que serán mentira antes de que descubran esta historia que has conocido, oh, tú que lees mis palabras. Te habla Don Juan, y eso debería ser suficiente para que comprendas que cada frase está escrita con mi sangre, como si hubiera sido arrancada a pedazos de mi piel. Ahora dejaré que el agua del río cubra mi capa y se lleve mis rosas hasta que el sol rompa la hegemonía de la redonda luna, hasta que los gallos silencien a los búhos que dicen tujú, tujú, hasta que la próxima noche esta historia se repita como lo ha hecho desde el principio de los tiempos.

Para Juan Carlos Méndez Guédez, fino andaluz y jirajara.Y para Marisela Barroso, por las noches de regresión.