8. EL MEJOR AMIGO DEL HOMBRE
Hoy parece que el sol tiene dieciséis puntas. Cada objeto de las caballerizas brilla como si la luz saliera desde dentro, y el rey necesita guarecer su cabeza con un cómodo sombrero que las mujeres le han confeccionado en sus ratos de ocio. Los ojos se entornan, en un esfuerzo inútil por disminuir la cantidad de luz que atraviesa las pupilas. El pequeño príncipe, que ahora tiene doce años, ha salido al campo acompañando a su padre: Filónico ha venido de Tesalia con una manada nueva, y Filipo tiene intención de comprar algunos caballos para su guardia personal. El niño ha bajado al llano con la emoción propia del momento; van a probar los caballos y quizá su padre le regale alguno, quizá sea hora de que él también empiece a tener su propia cuadra; ¿no quiere él emular –y por qué no- superar las proezas de su padre, que se empeña en no dejarle una sola hazaña por hacer? ¿No le han insistido varias veces sus amigos de palacio para que participe en los sagrados juegos de los griegos, en Olimpia? Él se ha rehusado, con la excusa de que si no es contra jinetes con estirpe de reyes -como él- no competiría, pues no está dispuesto a aceptar la sospecha de que “lo han dejado ganar” sólo por ser el príncipe de Macedonia (toda la Hélade conoce el carácter explosivo y semibárbaro de su padre, nadie querría despertar su ira); pero pronto se da cuenta de que Filipo se ha enfadado porque el tesalio pretende venderle un caballo indómito, un innoble animal que durante toda la mañana ha echado por tierra a cada jinete que lo ha intentado montar. Un caballo encabritado. Además, Filónico pide ¡trece talentos! por el bruto. Una fortuna. La verdad, la estampa los vale: ojos grandes de mirada venática, cabeza pequeña y seca, orejas breves y finas, nariz chata, cerviz levantada, la crin y la cola espesas, cascos sólidos y rotundos, un zaino oscuro y oleaginoso, con una mancha blanca en la frente y otra en un costado con forma de buey. Trece talentos muy bien distribuidos. Lástima que no se deje montar por nadie; tal parece que ha nacido sólo para correr libre por las llanuras de Tesalia, para contemplar, en su loca carrera, la majestuosidad del monte Olimpo, morada de Zeus; quizás sea algún dios encarnado en caballo sólo por el gusto de sentir el repique de los cascos sobre la grava de la playa. En todo caso, Filipo ha ordenado que se lo lleven, que él necesita cabalgaduras que sirvan en las batallas, no en los desfiles y corrillos de los eunucos. Como siempre, no falta alrededor del monarca quien -como Lisímaco, el paidagogos- celebre sus corrosivas pero toscas salidas. Las risas cortesanas ofenden al animal, que los mira como midiendo el ultraje al que es sometido.
-¡Qué caballo están echando a perder por impericia y cobardía!
Hubo un gélido silencio, y ni siquiera las dieciséis puntas del sol pudieron derretirlo.
Todos los que acompañaban al rey esa mañana –el bravo Parmenión, el zalamero Lisímaco, el austero Leónidas- voltearon a ver de quién era la temeraria voz que se atrevía a contradecir e, incluso, censurar la orden del monarca. El niño de doce años, con una mirada igual de fiera que la del caballo, observaba casi con desprecio el ejercicio de adulación a que todos se entregaban, deponiendo cual insensatos la compra de un hermoso corcel. Pero como Filipo no le hiciera caso -¿cómo tomar en serio a un niño que sólo toca arpa y llora cuando lee los versos de Homero, como si de una doncella en cautiverio se tratase?- todos continuaron evaluando a los demás caballos, mirando sus dentaduras y verificando la dureza de su cascos.
-Mal puede acabar un rey que no tenga buenos jinetes,
insiste el niño, indignado, viendo cómo el de la cabeza de buey era apartado de la manada como un leproso sin cura. Filipo, irritado y con poca paciencia, se giró hacia donde su hijo estaba y le dijo:
-¿Ofendes a tus mayores, como si supieras más que ellos o pudieras sacar mejor provecho de un caballo?
-Al menos a éste lo cabalgaría mejor- responde el príncipe, inmutable.
-Y si no puedes domarlo, ¿qué pagarás por tu temeridad?
-Los trece talentos que piden por él.
Todos vuelven a explotar en risas, que hirieron el orgullo del muchacho y encabritaron mucho más al animal. El rey acepta la apuesta y el niño se dirige a Filónico:
-¿Cómo se llama el caballo?
-Bucéfalo.
Alejandro corre hacia el corcel y agarrando las riendas lo gira hasta que ambos quedan mirando el sol. El sol de dieciséis puntas.
-Bucéfalo, Bucéfalo... ¿ves esos rayos? Algún día tú me llevarás hasta esos rayos, como si fueras uno de los caballos de Apolo, ¿verdad, Bucéfalo?
El animal parpadea y las gruesas pestañas hacen sombra sobre sus pupilas. Los músculos dejan de temblarle y una extraña tranquilidad se apodera de él: ha reconocido esa voz, el timbre de las palabras del niño le recuerdan la época en que mamaba la leche de su madre. ¿Quién es éste que puede amansarlo con sus palabras? ¿Por qué ha desaparecido la negrura que se arrastraba por el suelo? ¿La negrura que desde que era un potrito lo hacía correr a protegerse entre las patas de su madre?
-Bucéfalo, Bucéfalo, camina conmigo.
Esa voz, esa dulce voz ha sido la que ha eliminado del suelo la sombra que lo perseguía, la voz que lo acompaña y le coloca encima la suave clámide, la voz que lo conduce por donde esa sombra no se agita delante de él. El amor de un caballo nace deprisa y Bucéfalo siente un afecto inmediato por la voz de ese muchacho. De ahora en adelante será su amigo. El niño, de un certero salto, monta sobre él y a horcajadas se sostiene con las piernas bien firmes, mientras el caballo tiene el cuidado de no ser demasiado brusco con las aún infantiles manos de su jinete. Pronto, caballo y caballero galopan como el viento hacia el llano abierto, y Bucéfalo siente que vuelve a estar en su tierra, en su Tesalia querida. ¿Estaba el monte Olimpo allá, al fondo?
Los que acompañaban a Filipo, y él mismo, observan la escena desde lejos, llenos de preocupación. ¿Podría este niño cabalgar a ese demonio que no había hecho otra cosa en toda la mañana sino derribar a sus mejores jinetes? Pronto salen de su error: el príncipe, que deja correr al caballo a su voluntad, lo frena con decisión y hace que regrese hasta el grupo. Filónico no sale de su asombro; los generales macedonios y los pedagogos levantan los brazos y aplauden emocionados, lanzando hurras y aclamando al hábil niño que se dio cuenta de que lo que asustaba al caballo era su propia sombra batiéndose delante de él; las mujeres observan de lejos la escena y ríen y comentan entre ellas. ¿Observa Olimpia orgullosa desde sus aposentos? Alejandro, futuro rey de Macedonia, galopa hacia ellos en su nuevo caballo, Bucéfalo, que será el mejor amigo de este hombre.
Filipo, en cambio, lloraba.
-¡Hijo mío! ¡Vete con tu caballo a buscar un reino más grande que Macedonia, uno lo bastante grande para que quepas!,
dice el monarca cuando el niño desmonta y lo abraza besándole la cabeza, eufórico, conmovido por la brillante actuación de su hijo.
Bucéfalo, por su parte, relincha.Y nadie sabe si se ríe o celebra como un hoplita más las hazañas de su rey.
-¡Qué caballo están echando a perder por impericia y cobardía!
Hubo un gélido silencio, y ni siquiera las dieciséis puntas del sol pudieron derretirlo.
Todos los que acompañaban al rey esa mañana –el bravo Parmenión, el zalamero Lisímaco, el austero Leónidas- voltearon a ver de quién era la temeraria voz que se atrevía a contradecir e, incluso, censurar la orden del monarca. El niño de doce años, con una mirada igual de fiera que la del caballo, observaba casi con desprecio el ejercicio de adulación a que todos se entregaban, deponiendo cual insensatos la compra de un hermoso corcel. Pero como Filipo no le hiciera caso -¿cómo tomar en serio a un niño que sólo toca arpa y llora cuando lee los versos de Homero, como si de una doncella en cautiverio se tratase?- todos continuaron evaluando a los demás caballos, mirando sus dentaduras y verificando la dureza de su cascos.
-Mal puede acabar un rey que no tenga buenos jinetes,
insiste el niño, indignado, viendo cómo el de la cabeza de buey era apartado de la manada como un leproso sin cura. Filipo, irritado y con poca paciencia, se giró hacia donde su hijo estaba y le dijo:
-¿Ofendes a tus mayores, como si supieras más que ellos o pudieras sacar mejor provecho de un caballo?
-Al menos a éste lo cabalgaría mejor- responde el príncipe, inmutable.
-Y si no puedes domarlo, ¿qué pagarás por tu temeridad?
-Los trece talentos que piden por él.
Todos vuelven a explotar en risas, que hirieron el orgullo del muchacho y encabritaron mucho más al animal. El rey acepta la apuesta y el niño se dirige a Filónico:
-¿Cómo se llama el caballo?
-Bucéfalo.
Alejandro corre hacia el corcel y agarrando las riendas lo gira hasta que ambos quedan mirando el sol. El sol de dieciséis puntas.
-Bucéfalo, Bucéfalo... ¿ves esos rayos? Algún día tú me llevarás hasta esos rayos, como si fueras uno de los caballos de Apolo, ¿verdad, Bucéfalo?
El animal parpadea y las gruesas pestañas hacen sombra sobre sus pupilas. Los músculos dejan de temblarle y una extraña tranquilidad se apodera de él: ha reconocido esa voz, el timbre de las palabras del niño le recuerdan la época en que mamaba la leche de su madre. ¿Quién es éste que puede amansarlo con sus palabras? ¿Por qué ha desaparecido la negrura que se arrastraba por el suelo? ¿La negrura que desde que era un potrito lo hacía correr a protegerse entre las patas de su madre?
-Bucéfalo, Bucéfalo, camina conmigo.
Esa voz, esa dulce voz ha sido la que ha eliminado del suelo la sombra que lo perseguía, la voz que lo acompaña y le coloca encima la suave clámide, la voz que lo conduce por donde esa sombra no se agita delante de él. El amor de un caballo nace deprisa y Bucéfalo siente un afecto inmediato por la voz de ese muchacho. De ahora en adelante será su amigo. El niño, de un certero salto, monta sobre él y a horcajadas se sostiene con las piernas bien firmes, mientras el caballo tiene el cuidado de no ser demasiado brusco con las aún infantiles manos de su jinete. Pronto, caballo y caballero galopan como el viento hacia el llano abierto, y Bucéfalo siente que vuelve a estar en su tierra, en su Tesalia querida. ¿Estaba el monte Olimpo allá, al fondo?
Los que acompañaban a Filipo, y él mismo, observan la escena desde lejos, llenos de preocupación. ¿Podría este niño cabalgar a ese demonio que no había hecho otra cosa en toda la mañana sino derribar a sus mejores jinetes? Pronto salen de su error: el príncipe, que deja correr al caballo a su voluntad, lo frena con decisión y hace que regrese hasta el grupo. Filónico no sale de su asombro; los generales macedonios y los pedagogos levantan los brazos y aplauden emocionados, lanzando hurras y aclamando al hábil niño que se dio cuenta de que lo que asustaba al caballo era su propia sombra batiéndose delante de él; las mujeres observan de lejos la escena y ríen y comentan entre ellas. ¿Observa Olimpia orgullosa desde sus aposentos? Alejandro, futuro rey de Macedonia, galopa hacia ellos en su nuevo caballo, Bucéfalo, que será el mejor amigo de este hombre.
Filipo, en cambio, lloraba.
-¡Hijo mío! ¡Vete con tu caballo a buscar un reino más grande que Macedonia, uno lo bastante grande para que quepas!,
dice el monarca cuando el niño desmonta y lo abraza besándole la cabeza, eufórico, conmovido por la brillante actuación de su hijo.
Bucéfalo, por su parte, relincha.Y nadie sabe si se ríe o celebra como un hoplita más las hazañas de su rey.
[Alejandro Magno, el vivo anhelo de conocer, Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2004]
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