«Variaciones sobre el tema del maldito»
«Yo adolezco de una degeneración ilustre; amo el dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para destruir un mundo abandonado al mal. Imagino constantemente la sensación de padecimiento físico, de la lesión orgánica. En los momentos en que he tratado ser mejor amigo, algo dentro de mí me ha dicho que no, que huya siempre de la caricia, de la frase amable. Tantas veces me he acercado a ti, con el deseo sencillo de dar los buenos días; pero un gesto tuyo, una breve reacción antes de mi primera palabra, me ha alejado de todo contacto humano. Como cuando en la escuela jugábamos a los pájaros de la fuente y tú eras el gato que nos espantaba, nosotros asustados y verosímiles. Sabes que conservo recuerdos pronunciados de mi infancia, cada día, cada detalle de cuando la maestra se empeñaba en enseñarnos la forma de las letras y sus sonidos, a, figuras que no tendrían significado para nosotros sino mucho después, cuando diéramos difícil inicio a las lecturas primeras, las que hablan de la vaca y el perro, la rana y las ovejas, be. Llegaste siempre antes que todos a la lección siguiente, a la nueva letra, ce, che, de, e, efe; por eso comandabas las expediciones, los juegos y las tareas: cada nueva letra para mí ya era historia pasada para ti, ge, y yo tenía que quedarme mudo, como la hache. Así y todo ya sabíamos identificar el alfabeto al llegar al final del año, i, jota, los mayores sonreían encantados al ver con qué maestría descifrábamos lo que antes eran secretos jeroglíficos, lecciones del dios Ka. Ese veintiuno de diciembre el espíritu de la Navidad nos trajo de obsequio un juego de dados gigantes, con las letras ele, doble ele, eme, ene, eñe y ninguna vocal, como la o. Los mayores se divirtieron varias tardes con nosotros tratando de que armáramos palabras que no contuvieran ninguna vocal y tú sólo atinaste a escribir sin asombro pe, qu, ere, erre, ese, te. El castigo fue ejemplar y no paré de llorar, u. Sin embargo, y a pesar del mal trago de los dados que nosotros, inseparables, olvidamos pronto, ve y doble ve, la maestra pudo tachar con una equis el espacio asignado para cuando uno de sus discípulos aprendiera el abecedario, en este caso dos, ye, ye. Aquella noche nos abrazamos como nunca antes y dormimos olvidándonos de todos los infortunios pasados, dormimos como los bebés que éramos, zeta, zeta, zeta. Rememoro la faz marchita de mis abuelos, que murieron en esta misma vivienda espaciosa, heridos por dolencias prolongadas. Reconstruyo la escena de sus exequias, que presencié asombrado e inocente. La noche antes del entierro había mucha gente en la casa, todos los amigos acompañaban el dolor con muestras de congoja, pero pronto se olvidaban del acontecimiento y comenzaban los chistes y las consejas. Las mujeres de la casa nunca antes tuvieron tanto trabajo cocinando para los que con tanta educación se instalaron en el patio de mi casa sin dejar de sonreír; si hubiéramos tenido más malicia, habríamos descubierto que entre los comensales funerarios había quien se alegraba sinceramente de la muerte de los abuelos. Mi alma es desde entonces crítica y blasfema: vive en pie de guerra contra los poderes humanos y divinos, alentada por la manía de la investigación. Quiero encontrar la razón por la cual el hombre es de naturaleza maligna; y no se trata, como ya veo que estás pensando, de dar con las causas de nuestro comportamiento, eso no me interesa; ni se trata de encontrar una cura que explique los bajos sentimientos, no. En el fondo quiero dejar que en mí fluya eso sin nombre que por abreviar llamaré ciencia. La ciencia consta de los hechos y de su explicación. Esta última es variable y sujeta al error, pero no debemos preocuparnos, porque el error es el principal agente de la civilización. La noche en que los féretros de mis abuelos reposaban uno junto al otro, en la sala de nuestra casa, descubrí que el error era el supremo dios a quien debía yo entregar mis andaduras. Sin importarme los demás porque detesto íntimamente a mis semejantes. Me he apartado de todos, incluso de ti, para no incurrir en la incongruencia de decir una cosa y hacer otra, me he refugiado en las más locas aficiones, comiendo el tiempo, esperando el día en que la muerte toque detrás de la puerta y yo abra descuidadamente. No corrí a la ciudad, no me seducen los placeres mundanos y volví espontáneamente a la soledad, mucho antes del término de mi juventud, retirándome a éste, mi pueblo nativo, lejano del progreso, asentado en una comarca apática y neutral. Desde entonces no he dejado esta mansión de colgaduras y de sombras. Porque aquí he vivido los momentos más terribles, he entendido que tampoco la naturaleza es un ser inocente, exento de crueles movimientos. No pocas veces he oído contar la historia aquella, tú la conoces, el hombre que traicionó a las hormigas y por ello fue perseguido hasta casi encontrar la muerte. También ésa puede ser una de mis historias porque, ¿a quién no se le eriza la espalda cuando oye esto?: a pesar de que yo sabía que sólo se trataba de un bicho, más grande y peludo, pero un bicho, me dio la impresión de que la hormiga se detuvo un momento sobre mí, antes de dar el zarpazo final, como quien disfruta del triunfo sobre un contrincante presumido y torpe; y me miró, me miró con sus tres ojos en la frente y juraría que me sonrió. Bajo las patas de un bicho gigante nada de lo que hemos estado buscando tiene sentido, tú lo sabes, tú has estado allí, tú vienes del infierno, vienes de allá y nada te importa, nada de lo que los hombres hagan tiene sentido para ti: has hecho de mí un ser distinto, roto por la sección menos débil. Has hecho comprender a mi lento cerebro, que si la hormiga hubiera podido imaginarse, en caso de que tuviera imaginación o algo parecido a ella, el alto grado que mi especie había alcanzado en el arte de la depredación, no habría terminado sus días con la cabeza vuelta añicos, boca arriba como todo su cuerpo, ni una de sus patas habría pendulado como la pierna de alguien que espera un autobús. El error, el error que hace que la vida continúe, que sean sólo los momentos los causantes de las acciones, y no haya una evolución lógica, aunque el cíclico acontecer de días y noches nos demuestren lo contrario. Si tienes la preparación requerida no es suficiente, porque cada instante es nuevo y no se repite, no te hagas ilusiones. Ahora mismo estoy cambiando y creo que se debe a tantas cosas que hemos conversado. Alguna noche, una oveja...»
[El niño malo cuenta hasta cien y se retira, Editorial Norma, Caracas, 2004]
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